Las flores del jazmín.

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El sonido incesante del metro, correteando ligeramente hacia su destino, daba de lleno en los oídos de Matthew. El peor turno nocturno de guardia, lo había dejado con un dolor agudo en su cabeza, y unos cuantos recuerdos de su jefe interino, hablándole de que las horas extras que debía de cumplir, iban a ayudarle a llegar a subir de puesto, pero no valían demasiado la poca paga que cada día llevaba en sus bolsillos.

Desde hacía un año se había alistado al servicio militar. Había visto de todo, en los campos de batalla, y construido la percepción algo distante y adolorida, que actualmente veía, del mundo.

Siempre había sido así, callado y reservado, como si un invisible gato le hubiese comido la lengua, o eso era lo que siempre su hermano mayor Javier, le solía decir luego de dedicarle varias sonrisas. Unas que ya no estaban, y que habían partido con su adiós.

Una consulta al médico, le había anunciado, que todo el tiempo que él había soñado pasar con su único y favorito hermano mayor, se tenía que extender y, paradójicamente, acortar, en tan solo unos cuantos meses, que eran los que le quedaban de vida.

Varias visitas a los médicos, y unas cuantas más al baño, resultado de los fuertes medicamentos, que le inyectaban a diario a su hermano, le habían demostrado el primer gran golpe, que se apresuraba a pasos agigantados, y que lo dañó, un primero de marzo, cuando las flores del jazmín que Javier y él habían plantado tiempo atrás, comenzaban a nacer y despedir aquel ácido aroma, que ahora no soportaba ni siquiera sentir cerca.

Los pies le pesaban, y la cabeza se balanceaba conforme las vibraciones del tren, emitían zumbidos que parecían canturrearle canciones de amor. Para no dormirse, decidió comenzar a pensar en los colores que lo rodeaban.

Frente a él, una señora con bolso rojo, respondía mensajes ruidosos en su celular. Más hacia su derecha, un muchacho de campera azul eléctrico, con un dragón dorado bordado, dedicaba sonrisas al libro que poseía en sus manos, y cuyas páginas pasaban sin parar. Dada la hora de la madrugada, no se hallaba mucha gente a sus alrededores.

Uno que otro trabajador, un señor dormido y roncando sonoramente con la boca abierta. E inclusive, una niña junto a su, pensó él, hermana, por el parecido en el rostro, que lo miraba con el mismo temor que todas las personas con las que se topaba, cuando vestía su característico uniforme militar. Los borceguís reforzados y pesados, más los pantalones cargó y la chaqueta camuflada, eran algo que todos y él inclusive, siempre veían en las películas que pasaban por la tele. Esas en donde el héroe siempre era abandonado a su suerte.

«Películas, palomitas de maíz, nachos con queso cheddar, y una enorme cerveza, me vendrían excelentes luego de un largo día». Pensó Matthew.

Su estómago emitió un leve zumbido, cuando sin darse cuenta, sus ojos dejaron de permanecer abiertos.

El sueño se adueñó de su cuerpo, y el arpa de Morfeo lo guio hacia una imagen que siempre solía visitarlo en las noches, especialmente, aquellas en las cuales se topaba, antes de dormir, con aquel cuadro, que lo veía desde la repisa. Donde un Javier de 17 años, lo sostenía sobre sus hombros, mientras por detrás los fuegos artificiales del 4 de Julio centelleantes, se reflejaban sobre la gorra roja que siempre le quitaba.

El jazmín de su hermano, y el que dejó de regar, apareció frente a sus ojos. Las hojas se movían, danzaban, mientras que una blancura dulce, aterciopelada en tonos amarillentos, teñía los pétalos, que rebosaban ante la luz del sol, que los bañaba.

-Ey niño explorador!

La voz suave y pacífica, que sus memorias recordaban, recreaban aquellas mismas cosquillas, seguidas de una calidez que le inundaban el pecho, cada vez que la presencia de su hermano, lo apabullaba. Ahí estaba, de pie. Observando hacia el frente, uniendo sus manos detrás de su espalda, y perfilando una sonrisa ladina, característica en él.

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