II

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La nívea burbuja intermitente que colgaba del techo cautivó los ojos de Gabriela. Miré a mi hermana detenidamente sin ser consciente de lo que sucedía a mi alrededor. El tiempo se detuvo, o al menos así lo sentí. En algún momento mi corazón despertó de su sueño y sintiendo una agitación en el pecho volví de la hipnosis que el miedo me había provocado.

- Gabriela, Gabriela- repetí al menos seis veces mientras agitaba el hombro de mi hermana que miraba hacia arriba.

Giré el cuello unos grados a la derecha y cargué a Gaby en cuanto vi las máculas rojas en el suelo. Me percaté de que al ver el techo ella evitaba el cuadro pintado a sus pies.

Caminé rápido por los mosaicos reflejantes que me llevaban a la entrada de la sala de urgencias y senté a la chiquilla en la rasca silla de metal.

- Gaby- dije de cuclillas tocando sus heladas manos.

La pequeña bajó las pupilas cristalinas hacia mí y sin poder retener el aire comenzó a llorar.

Mi energía disminuyó con tan solo un suspiro. No sabía qué decirle, no sabía ni siquiera qué decirme. Tenía miedo y a pesar de tener doce primaveras más que mi hermana, en ese instante fui la niña de años atrás.

- Mamá estará bien- vacilé.

- No mientas- respondió áspera entre sollozos.

- ¿Por qué dices eso? Mamá es muy fuerte. Verás que en un rato saldrá caminando de aquella puerta.

Gaby cruzó sus pequeños y regordetes brazos sobre el vestido floreado que llevaba puesto.

- Escuché lo que dijo.

Un nudo apretó mi estómago y mi cerebro asimiló la adrenalina como enojo, un sentimiento aún más fácil de digerir que el miedo y la tristeza. Sentí rabia al recordar la mala broma que nos dijo nuestra madre y sobre todo su insensibilidad. Gabriela estaba asustada y era la culpa de Elena el que así fuera.

Me puse de pie y salí del hospital en busca de una máquina expendedora que tuviera las galletitas sabor vainilla que Gaby tanto amaba. Deliciosas se llaman, dije para mis adentros.

Había una a lado de la farmacia. Tomé un billete azul de mi pantalón y lo ensarté apretando la combinación de números en el monitor gráfico. Los resortes giraron dejando caer la bolsa rosada, pero esta prefirió quedarse atorada en un paquete de roles de canela. Otra vez sentí enojo y ahora era culpa de la maldita máquina.

- ¡Porquería! - grité dándole un golpe al cristal.

Los rostros de la penumbra me observaron alarmados.

- Niña loca- dijo una voz.

La leve vibración de mi pequeño puño dejó caer el empaque al ascensor de entrega. Enrojecida de la vergüenza encogí la cabeza y caminé de regreso a dónde se encontraba Gabriela.

Entre los cristales corredizos de la entrada, me di cuenta de que debí haber sido más realista. No refiriéndome a la historia de mi madre, sino al estado en que ella se encontraba al dejar el cuarto de urgencias. Tal vez al pensar lo peor no me habría sentido tan arruinada al ver a mi padre con los ojos llenos de lágrimas mientras cargaba a su hija menor quien le hacía compañía en sufrimiento.

No hicieron falta preguntas ni afirmaciones, mi papá en ese estado fue la respuesta de lo que había sucedido.

- ¿Vamos con mamá? - preguntó el hombre entre sollozos.

- Vamos- respondió mi hermana.

Anhelé silencio en mi interior. Escuché gritos ahogados dentro de mí, pero no pude sacarlos.

El hechizo de las sirenasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora