Veintiséis.

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Cuando relato lo sucedido aquella ocasión no puedo evitar mencionar que ha sido la peor noche de mi vida. Probablemente dirás que estoy equivocada, que la peor noche de mi vida debió ser cuando me diagnosticaron insuficiencia cardiaca: la noche en que mis posibilidades de vivir se redujeron a encontrar un transplante del corazón; sin embargo, no es así. Desde el principio comprendí que mi enfermedad era una prueba que Dios nos ponía a mí y a mis abuelos, y tal vez el hecho de que Tyler rompiera mi corazón también lo era, pero, al mismo tiempo, también confirmaba que las finales felices, tal y como los pintan los cuentos de hadas, no existen. No existe el ‘vivieron felices por siempre’, la vida es mucho más compleja que eso. La vida no es saber cómo sobrevivir en la tormenta, es aprender a bailar bajo la lluvia y esa ocasión no era la excepción.

A la mañana siguiente me desperté poco antes del amanecer y me fui a caminar a lo largo de la playa. Después de recorrerla de cabo a rabo regresé a la casa y me encontré con Matt preparando el desayuno.

—Gracias —le dije a modo de saludo.

—¿Gracias? —preguntó confundido mientras picaba fruta.

—Sí, gracias por no preguntar, por no golpearlo (a pesar de que tenías ganas de hacerlo), por ser como eres... —le dije mirándolo fijamente a lo ojos.

—No hay nada de qué agradecer —sonrió.

—En serio, no sé cómo darte las gracias...

—No hay nada de qué agradecer —repitió.

Desayunamos y después me puse a estudiar: tenía que mantener mi cabeza ocupada. Los últimos rayos del sol anunciaron el atardecer y por un instante despegué mi mirada del libro para contemplarlo. Amaba ver el crepúsculo: significaba el cierre de un ciclo, significaba meditar de todas las hermosas cosas que hiciste ese día y agradecer por haber presenciado lo maravillosa que era la vida una vez más. Sonreí y a comparación de la noche anterior me sentí segura.

La mañana siguiente me desperté con la idea de que había encontrado por primera vez mi misión sobre la tierra y esa ‘misión’ tenía un nombre: Henry. Fui a la universidad y en cuanto terminaron mis clases, me fui corriendo a la fundación con libros que había tomado de la biblioteca y me encontré con el niño jugando con unos cubos.

Como siempre me dedicó un vistazo y volvió a su actividad ignorándome como siempre. El resto de los niños estaban en una actividad en el jardín y él era el único en la habitación. Me senté en una silla y tomé un libro de la pila que tenía y lo comencé a hojear mientras tomaba notas.

Henry siguió apilando los cubos y boté el libro y me decidí a hablar:

—¿Henry? Soy Emma —me presenté y el niño me ignoró. Yo seguí con mi parloteo—:. ¿Te gusta la música?

Me miró por una fracción de segundo y volvió a su actividad. Asentí un poco nerviosa y fui hasta donde estaba una vieja grabadora, la encendí y pude escuchar una estación de música country. Me volví sobre mis talones para ver la reacción de Henry y por primera vez en toda esa tarde dejó los cubos a un lado y se acercó hasta donde estaba.

—¿Te gusta? —le pregunté y me miró fijamente a los ojos.

Mantuvimos un rato nuestras miradas y pronto empezó una de mis canciones favoritas de Faith Hil: “Come Home.” Me senté en la silla donde había estado tomando notas y comencé a cantarla, Henry se sentó a mi lado y noté que cambió la expresión de su rostro: ahora estaba más relajado. La canción terminó y me sentí tremendamente feliz al darme cuenta que en ningún momento Henry se alejó de mí como solía hacerlo: ni siquiera cuando terminó la canción.

Para Siempre.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora