El viento mece las flores del pequeño jardín, mientras algunas mariposas revolotean sobre él, besando con sus alas los delicados pétalos de los crisantemos. Puedo jurar que desde aquel jardín se oye el graznido de un ave rapaz y, de fondo, el canto de su próxima víctima.

Ese jardín yace a los pies del alfeizar de la ventana de mi habitación, mi pequeño jardín de crisantemos, que siempre me despierta con su aroma, a veces como una alarma, otras como el susurro de un amante deseoso al comenzar la mañana.

Nunca planté semilla alguna en aquella tierra, nunca las riego, y más de una vez las he cortado, en vano, pues siempre vuelven a crecer. No puedo considerarlas una plaga, ya que solo ocupan ese pequeño jardín, sin esparcirse ni marchitarse. Más que una plaga, son un constante recuerdo.

No es su aspecto lo que me afecta; solo se ven como todas las flores, vibrantes y delicadas. Aunque reconozco que parecen resplandecer más cuando me acerco, incluso cuando las he dañado más de una vez. No, no es su aspecto lo que me afecta; sin duda, es su aroma lo que me perturba. No es que me desagrade; su aroma es dulce y suave, tan natural que me hiela la sangre.

Quizás sea porque eran tus flores favoritas, o porque debajo de ese alfeizar compartimos nuestro primer beso y muchos momentos en mi habitación, que también fue tuya por un breve tiempo. Puede que sea su aroma, tan natural como el que tu piel desprendía. Pero sin duda, ese jardín sobre tu tumba me recuerda a ti, tanto que temo que me conduzca a la locura.

Escritos de un cuervoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora