Con sus ásperas y dóciles manos me sujetó y sus dedos recorrieron todo mi contorno, delineando los bordes una y otra vez como si fuera un boceto, una escultura.
En esta ocasión era yo su lienzo en blanco, y el pintaba toda una gama de colores sobre mi. Sus manos eran los pinceles que daban vida a la pintura, y la convertían en una obra de arte.
Tocando, casi sin tocar, como una ligera brisa en un monte, me erizó los vellos de todo el cuerpo. Llevó las sensaciones más allá del lienzo. Me dibujó un mundo diferente.
Y por último, con sus suaves labios, culminó su trabajo y dejó su firma.