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Él, cuál cactus en medio del desierto, floreció precipitada y hermosamente al frescor de la noche.

Espinoso, peligroso.

Y Yo era Aurora,
a punto de pinchar vulnerablemente mi dedo en la punzante rueca.
A punto de entrar profundamente en un sueño del que no despertaría nunca.

Pero no pinché mi dedo con sus espinas: en su lugar sentí en mi rostro el tacto de los fríos pétalos de la flor.
No hubo daño, no hubo dolor.

Sin quererlo ni saberlo, por medio de aquella mezcla de espanto y encanto, marqué mi condena.

Y Él, cuál espejismo, despareció.
Se perdió
entre las infinitas dunas de mi desconcierto.
Abandonándome a la deriva de aquel mar seco, dejándome solo...
preguntándome si lo que había visto era cierto.

"Tal vez me confundí y en mis delirios me perdí", asumí.
"Tal vez sus brillantes ojos grises no eran más que estrellas,
y sus cabellos negros eran en realidad el oscuro cielo de una de las noches más bellas".

Pero en el fondo, sabía que ese no era el caso:
sí había estado en peligro, sí estuve a punto de sentir el pinchazo.

Fue como si la malvada reina se hubiese retractado,
como si a último momento mi vida hubiese perdonado.

Todo por lástima,
todo por el precio de una lágrima.

Y tiene sentido que en el desierto el agua sea tan preciada,
tanto como para salvar a mi alma desamparada.

Pero...
¿Qué tan a salvo estoy realmente?
Si es cierto que me liberé del malvado hechizo,
¿Por qué quiero volver a intentar pincharme?
¿Qué fue lo que me hizo?

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