La ida

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Advertencia: Las ninfas utilizan tanto pronombres masculinos como femeninos.

 Cuando Motoya conoció a Rintarou, la hermosa Luna brillaba en lo alto del firmamento y con sus dulces rayos alumbraba las pacíficas aguas de la laguna.

La náyade se bañaba en la seguridad de la noche, nadaba desnuda y con tranquilidad, sin ningún tipo de preocupación en mente. La más pequeña de sus hermanas, Kiyoomi, le había advertido que debía dejar de abandonar la cueva en la que dormían, puesto que Hisashi, la Personificación de la Luna, no era como las demás deidades. Era el haz luminoso de la pálida divinidad lo que guiaba a los mortales a aquellos encuentros creadores de leyendas, los cuales siempre dejaban un rastro de dolor y muerte a su paso.

Motoya nunca había estado de acuerdo con lo que su hermana decía. La luna era un hermoso astro al que se debía presentar respeto, pues no era menos que su contraparte, Kazuhito. Además, era uno de los pocos seres celestiales que no seguían las órdenes de Wakatoshi, el Dios de los Dioses, sino que rendía culto a su único patrón, el Dios de la Caza. Esto lo convertía en una divinidad rebelde, presuntuosa e indomable que no se dejaba intimidar por los más grandes olímpicos.

Lo convertía en todo lo que la náyade alguna vez soñó con ser.

Motoya solo era una náyade, hija del río Asahi, de las que más tiempo había vivido encerrada entre las fronteras del inmenso bosque que les separa del mundo mortal. Su alma, al igual que la de sus hermanas y hermanos más antiguos, estaba entrelazada al dulce caudal de las aguas que bailaban entre los árboles, desde arriba en la montaña hasta hacerse uno con el mar.

Hacía ya muchas noches que, bajo ese mismo Hisashi, Motoya había jurado a Tetsurou, el Dios de los Mares y Rey de los Océanos, que su corazón pertenecería a él, y solamente a él.

Ahora, su existencia se encontraba unida a la de esa laguna, en ese mismo bosque, hasta que su vida inmortal desapareciera con esa lentitud casi invisible, como un hombre que olvida el recuerdo de su niñez.

Sin embargo, Motoya deseaba algo más. Ser libre, como la Luna, navegar sobre el firmamento durante toda la noche, mientras observaba con interés todo lo que ocurría bajo su manto. Quería conocer a ese que se hacía llamar Tobio, hijo de Wakatoshi, cuyo nombre ya se encontraba escrito en las estrellas.

Soñaba despierta con fortuitos encuentros con los más grandes guerreros de toda la Hélade. Imaginaba al gran Shigeru, con su largo pelo cenizo y su inmaculada belleza, junto a su enamorado compañero de armas, Chikara, caminando entre los árboles de su bosque. O al esplendoroso Tendou, a quien confundiría con un animal salvaje debido a su famoso casco —creado con la piel del mítico león de Nekoma—, trotando a lomo de su caballo y hablando en voz alta sobre el siguiente trabajo que debía realizar.

Motoya ni siquiera quería formar parte de la aventura. Su intención no era que su nombre se escribiera a un lado del de Shigeru, de Tendou o de Tobio, mucho menos en miniatura bajo el de Chikara. Lo que la náyade quería era conversar con ellos, escuchar sobre sus maravillosas aventuras y que le explicasen por qué hasta las estrellas recordarán su legado.

Ella, quien no podía dividir su corazón en dos, solo anhelaba adentrarse en mundos imaginarios donde su vida no estuviera unida a la del Rey de los Océanos.

Desde que sus ojos se posaron sobre los de Rintarou, Motoya supo que él era lo que ella andaba buscando.

Fue Rintarou, a pesar de todo, quien la vio primero. El mortal caminaba por el bosque con una ingenua y peligrosa tranquilidad. Había decidido ignorar a aquellos que le habían advertido de los peligros que habitaban tras las barreras de frondosos árboles. Se decía que entre la verdosa vegetación se encontraban peligrosas bestias de cornamenta de oro que ni el mismo Dios de la Caza había sido capaz de atrapar. Rintarou había vivido más de una aventura a lo largo de su existencia y aunque no deseaba morir, aceptaría que las puertas del Inframundo se abrieran ante él.

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⏰ Última actualización: Aug 17, 2021 ⏰

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