Carmona quedó tendido en el suelo. Parecía un muñeco desarticulado, pero no experimenté lástima por él. Recordé a Pony Herrera metido en la caseta inmunda del bar y pensé que el matón había tenido un cielo azul como testigo. Y eso era más de lo que merecía una rata como él.
El ruido de una sirena me puso en alerta. Solís se acercaba con sus hombres y eso indicaba el momento de hacerse invisible. Haría muchas preguntas y mi ánimo no estaba para tertulias.
Ubiqué el Fiat y anduve en él hasta llegar a una plaza de grandes árboles. Detuve el vehículo. En un rincón de la plaza, un anciano daba vueltas a la manivela de un organillo y un grupo de niños revoloteaba a su alrededor. Se veían alegres e inocentes, y tal vez soñaban con otra vida para la cual yo había perdido mi oportunidad. Conecté la radio del auto y después de una canción chillona transmitieron un extra informativo sobre la muerte de Beltrán y el tiroteo en su departamento, atribuido a una banda de ladrones sorprendidos por el médico cuando robaban en el lugar. Nada que no supiera o que me hiciera pensar que Solís avanzaba en su investigación. Cogí la pistola y reemplacé las cápsulas vacías por tres balas nuevas. Luego volví a la oficina a esperar a Dagoberto Solís.
El policía llegó a la medianoche, y sin ocultar su malhumor, se plantó frente al escritorio en el que me encontraba leyendo la novela Maigret en los bajos fondos .
—Demoraste más de la cuenta. Tuve que recurrir a la reserva —le dije a manera de saludo, y al tiempo que le mostraba la botella de vino que tenía sobre el escritorio.
—Alguien dejó unos bultos que era necesario recoger antes que las moscas iniciaran el festín.
—Sucede a menudo. La ciudad está llena de gente descuidada.
—Pensé encontrarte donde Beltrán, pero solo tropecé con tu firma en algunos cadáveres y con una señora que apareció aullando en tu contra.
—No debes prestar atención a las mujeres feas.
—Lo que ella diga no me interesa. Quiero tu versión de lo ocurrido.
—Es simple. Tomábamos el té con el doctor y aparecieron unas visitas con muy malos modales.
—Si te dejas de bromas ganamos tiempo —dijo Solís, y le informé acerca de los nombres escritos por Herrera, de la entrevista con la prostituta de «La Candela» y de lo averiguado en la conversación con Beltrán.
—El doctor leyó los diarios y decidió levantar vuelo. Lo atrapé haciendo las maletas y después de un sacudón, soltó la pepa. En eso estábamos cuando llegaron los tipos que encontraste haciendo gárgaras hacia el cielo.
—¿Tú mataste a Beltrán?
—Nones. Eso fue iniciativa de las visitas. De Carmona para ser más exacto —contesté y, al tiempo que le entregaba las notas firmadas por Beltrán, agregué—: Es la confesión del matasanos. No creo que valga mucho en un juicio, pero confirma mi historia.
—Te tragaste un buen budín —comentó Solís después de leer el contenido de los papeles. Luego preguntó por Carmona.
—Tuvo un repentino dolor de cabeza. Era el cabecilla del grupo y secuaz de Maragaño.
—Maragaño. Insistes en él y eso no me gusta nada. Si estuviera en tu pellejo, de inmediato tomo unas largas vacaciones en el Polo Norte.
—Primero quisiera apretar un cuello inmundo que aún circula por la ciudad. Los hechos son claros y conducen a una sola puerta.
—Creo que necesito un poco de tu brebaje —dijo Solís, al tiempo que tomaba la botella de vino.
—¡Todo el que quieras!
—Los jefes van a querer explicaciones convincentes para tantos troncos que dejaste en el camino.
—Te he abierto mi corazón.
—¿Como la vez anterior?
—Ya no me quedan naipes bajo la manga —mentí.
—Espero que así sea, y que los jefes lo crean. No quisiera que me ordenaran ponerte en la heladera por algún tiempo. Además, mañana se comprobará si tu cuento es verídico.
—¿A qué te refieres? —interrumpí.
—Aparecieron las partes que faltaban del cadáver encontrado en el río. No es un espectáculo grato, pero desearía tenerte cerca cuando lo identifiquemos. Citamos a la familia de tu clienta.
—Estaré ahí sin falta.
—No sé hasta dónde me dejen meter las manos en este asunto. Trataré de hacer lo más posible. Y ahora me voy a descansar. Ha sido un día pesado.
—Aún resta algo de vino en la botella.
—No para mí. Tengo una familia que me aguarda y que no se conforma con mi foto colocada sobre el trinche del comedor.
—Eso es mucho más de lo que puedes encontrar en esta oficina —le dije a Dagoberto, a modo de despedida.
Por la mañana me despertó el cacareo del teléfono. La resaca era fuerte y el fuego metido dentro de mi estómago parecía un anticipo del infierno. Me había quedado dormido sobre el escritorio, con mi cara apoyada en un cenicero repleto de colillas. Reconocí la voz de Marcela Rojas y gruñí algo a través del aparato.
—¿Se encuentra bien? —escuché que me preguntaba.
—No es nada. Lucho contra mis fantasmas —contesté, y se produjo un silencio al otro lado de la línea.—Lo llamo por el asunto de Beatriz. La policía cree haber encontrado su cadáver.
—Lo sé. Me pidieron participar en la identificación.
—Mi padre y mis hermanos no quieren presenciarlo. Tengo que ir sola —dijo Marcela. A través de la línea oí sus sollozos.
—Va a ser duro, pero voy a estar ahí para ayudarte.
—Gracias. Por eso lo llamé. No me atrevo a ir sola.
—¿Conoces el Café «Real Madrid»?
—Sí.
—Dame media hora y nos encontramos en él.
—No me falle, por favor.
—Esta vez no te fallaré —le contesté, y cuando ella cortó la comunicación quedé largo rato con el fono entre las manos, sin saber qué hacer.
A tropezones llegué hasta el espejo del baño. Mi rostro daba pena y no era mucho lo que podía hacer por mejorar su aspecto. Puse agua en el lavamanos y me mojé la cara hasta que las cosas a mi alrededor recuperaron su equilibrio habitual. Enseguida cubrí mi rostro con espuma y lo ataqué con el filo de una navaja.
A la hora convenida me reuní con Marcela en el «Real Madrid». Pedimos café y por varios minutos solo nos miramos, en silencio, sin saber ninguno de los dos cómo abordar la tragedia que nos unía. En su rostro, ella evidenciaba la procesión que la recorría por dentro y era evidente que se esforzaba para no llorar.
—Quiero que sepas que averigüé quién mató a tu hermana. Cuatro de sus asesinos están ahora con ella, o un poco más abajo, en el infierno —dije, rompiendo el silencio—. La policía está al tanto de todo lo ocurrido, pero dudo que mueva un dedo para indicar a los principales responsables. En esta ciudad la justicia tiene doble venda sobre los ojos.
—¿Nadie hará nada?
—Tu hermana está muerta y eso no se puede cambiar. Los criminales tienen santos en la corte.
—Me confortaba pensando en la justicia.
—Tienes que aprender que gente como nosotros está sola en la ciudad y que sobrevivir ya es suficiente. Lo único que te puedo ofrecer es llegar hasta el último de los culpables. Mi estilo de trabajo tiene algunos detractores, pero da resultados.
—No entiendo mucho lo que dice, Heredia, pero confío en usted.
—Con eso me basta.
Lo que más tarde ocurrió en la morgue es mejor olvidarlo. No existen palabras para describir el estado en que se encontraba lo que había sido una muchacha hermosa, ni tampoco existían palabras que pudieran consolar a Marcela. La muerte es siempre demasiado definitiva como para explicarla.
Puse a Marcela en un taxi y le di unos billetes al chofer para que la condujera a su casa. Más no podía hacer, salvo cumplir mi promesa. Solís llegó a mi lado en el instante en que el taxi se perdía en un horizonte de autos y esmog. En sus manos traía la confesión de Beltrán que le había entregado la noche anterior.
—Toma —dijo—. Ya no sirven de nada. Con la muerte de Carmona han dado orden de cerrar el caso.
—¿Cerrarlo?
—Inventaron una historia y mañana saldrá publicada en las primeras planas de todos los diarios. La muchacha necesitaba hacerse un aborto, ubicó a Beltrán y a este le salió mal su intervención. El médico decidió hacerla desaparecer. Por su parte, la policía averiguó lo sucedido y al ir a detenerlo el doctor puso resistencia y mató a tres funcionarios antes de morir. ¡Bonita historia!
—Es un asco.
—Al menos te dejarán tranquilo. Tu nombre quedó fuera de la historia.
—Sigue siendo un asco. Ya no hay misterio que descubrir. En verdad, nunca existió ningún misterio. Todo no es más que un crimen, un sucio, asqueroso y maldito crimen. Las pistas que revelan al culpable en la última página son para las novelas; en la realidad los asesinos ostentan sus culpas con luces de neón. Se conocen sus nombres y apellidos, pero nadie hace nada por juzgarlos.
Solís guardó silencio. Pensé que las palabras sobraban y que solo un poco de acción justificaba el que uno siguiera respirando.
—¿Qué es el «Cuatro Dedos»? —le pregunté, acordándome de lo dicho por Carmona.
—Un cabaré del barrio Pronunciamiento al que hay que llegar con corbata y una gruesa billetera.
—Creo que iré a beber unas copas en ese lugar.
—No te metas en un nuevo lío, Heredia.
—Nuevo, no. Es el mismo de siempre.
—¿Quieres que te acompañe?
—Dedícate a lustrar tu placa. Voy a una fiesta privada.
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La ciudad está triste
Mystery / ThrillerCon La ciudad está triste, novela escrita en 1985 y publicada por primera vez el año 1987, se inició la serie de novelas protagonizadas por Heredia, en un detective privado duro y solitario cuyas historias tienen numerosos seguidores en Chile y otro...