Andrea me aguardaba en la entrada del «Caribe Show». La saludé con un tibio beso en los labios y dejé que se colgara de mi brazo. Quería caminar a su lado y contarle lo ocurrido desde nuestra última separación. Ella aceptó mi propuesta y en algo de más de diez cuadras le hablé de Leppe, Beatriz y de Marcela, quien me había llamado por teléfono después de enterarse por la radio de la suerte corrida por el amigo de su hermana.
—Podía imaginarla al otro lado del teléfono aguardando que mis palabras le dieran la esperanza de que su hermana no tendría el mismo destino —le dije a Andrea en el momento en que llegábamos frente a la puerta de su casa.Me invitó a pasar, pero rechacé la invitación pretextando un cansancio que no era tal, sino más bien el deseo de estar a solas con mis pensamientos. Nos despedimos, y cuando llevaba caminadas tres cuadras en dirección a mi departamento me percaté que un vehículo blanco seguía mis pasos. Traté de reconocer a sus ocupantes, pero la iluminación era mala y sus rostros solo eran sombras borrosas. Para comprobar la persecución, doblé en la primera esquina que salió a mis pasos y entonces ya no tuve dudas.
El automóvil dobló en la misma dirección, y antes de idear un nuevo recurso para eludir la persecución, escuché que aceleraba y en cosa de segundos frenaba a mi lado, descendiendo de él cinco hombres que, a simple vista, no buscaban entrevistarme para la televisión. Intenté correr, pero mi estado físico no es de los mejores, y maldiciendo que la buzarda me pesara como un saco, decidí hacer frente a mis atacantes. Busqué bajo el brazo la pistola, mas antes de cogerla, un golpe en la espalda me hizo trastabillar y caer contra una pared.
Me repuse y alcancé a esquivar un puño que se dirigía recto a mi rostro. Cuando intentaba una respuesta, otro golpe, centímetros más abajo del vientre, me dobló en dos, y enseguida sobrevino un interminable recibir de golpes y puntapiés que me daban cuatro de los tipos, mientras el restante, al que erróneamente uno de sus amigotes llamó con el apellido Carmona, me decía que dejara de meter la nariz en lo que no me incumbía.
La paliza pudo durar cinco minutos o una hora y habría dado lo mismo, ya que después de sentir que me tragaba un diente, los demás golpes los recibí con la resignación del millonario al que le están pagando el gordo de la Lotería.
Terminada la función me dejaron solo, tratando de recordar el número de mi carné. Dejé pasar varios minutos antes de intentar un movimiento. Al hacerlo, sentí que todos los huesos me dolían y comprendí por qué algunos dicen que el mundo se tambalea. Los tipos conocían su trabajo, pero la advertencia, más que asustarme, me hizo desear encontrar a cada uno de ellos por separado en algún callejón oscuro.
No estaba lejos de la casa de Andrea y decidí llegar a ella antes de que mi cuerpo pidiera quedar botado en una esquina.
Desperté en su cama, desnudo, recibiendo el calor de una estufa cercana y los cuidados que ella me daba al pasar un paño húmedo sobre mi rostro.
—Si te quedas quieto dolerá menos —dijo al verme recobrar el sentido. Luego contó que con sus compañeras de casa había logrado llevarme hasta su dormitorio. Lo demás se lo expliqué brevemente, agradeciéndole la voluntad de arrastrar un bulto tan pesado.
—¿Se ve muy feo? —le pregunté una vez que puse fin a mi relato.
—No mucho, pero debe doler.
—Ni te lo imagines. Sin embargo, tu suavidad ayuda —le dije atrayéndola a mi lado.
Andrea se hallaba cubierta con una fina bata de seda y bajo la tela percibí la cálida dureza de sus pechos. Me besó y al hacerlo se mezclaron el sabor de sus labios y el de la sangre que aún mantenía en el interior de mi boca.
Me dolía todo el cuerpo, pero el deseo era mayor. Ella se dio cuenta y dejando de lado mis labios, buscó con los suyos mis párpados y mi nariz hinchada. Detuvo las caricias un instante para despojarse de su ropa y continuó humedeciendo mi piel. Mordió mis tetillas, besó mi vientre y dejó que su boca atrapara mi pene erecto, que se estremeció gozoso con el roce suave de su lengua. Luego se sentó sobre mí, abriendo sus piernas para permitir que su sexo recibiera al mío, y con leves movimientos lo fue recorriendo una y otra vez, hasta que sus gemidos se confundieron con mis palabras entrecortadas.
Por la mañana me sentí mejor. Aún me dolían los golpes sobre las costillas maltratadas, pero un baño de tina compartido con Andrea terminó por devolverme el ánimo y el entusiasmo de vivir. Pese a sus reclamos por no continuar con el reposo, caminé hasta la oficina y en el suelo encontré una nota que Pony Herrera había deslizado por debajo de la puerta. Pedía que lo llamara al «Zíngaro», y lo hice de inmediato, confiado en hallarlo aún al pie del cañón.
Contestó un desconocido que lanzó un grito para llamar a Pony, y luego de unos minutos de espera, escuché su voz, confundida entre el murmullo del bar.
—¿Heredia? —lo oí preguntar.
—Recibí tu mensaje.
—Saltó la liebre, compadre.
—Te escucho. ¿De qué se trata?
—Mejor ven al bar. Los detalles son muchos como para contártelos por el teléfono.
—Por lo menos adelántame algo.
—Los muchachos fueron detenidos por un grupo de los Servicios de Seguridad. Los hombrones cuidan sus lenguas, pero a la sexta copa cantan bonito. Se dice algo de un tal Maragaño, de una clínica clandestina y de una mujer que se fue de lengua por alguna mala jugada que le hizo el mentado Maragaño.
—Parece que oíste la canción completa.
—Más o menos. Los tipos no son muy reservados con lo que hacen, y hasta diría que disfrutan contando los detalles. Te advierto que debes tener cuidado con ellos, Heredia.
—Lo sé. Anoche ya me pasaron un aviso.
—Ven al bar. La papa empieza a quemarme la boca.
Colgué el fono y me encaminé hacia el «Zíngaro». El misterio dejaba de ser tal, y si lograba desenrollar la madeja descubierta por Pony Herrera, tendría más de un bulto que entregar a Solís, o a quien quisiera poner el cascabel al gato.
El bar estaba lleno de clientes y los rostros que vi al entrar no eran precisamente los de un centro de madres. Observé las mesas buscando a mi amigo, y al no encontrarlo, pregunté por él a Juanito, el viejo mozo que atendía la barra.
—Esa es su copa, así que es posible que se encuentre en los baños —dijo el mozo, indicando una copa de vino que estaba sobre la barra, confundida entre un bosque de cervezas.
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La ciudad está triste
Mystère / ThrillerCon La ciudad está triste, novela escrita en 1985 y publicada por primera vez el año 1987, se inició la serie de novelas protagonizadas por Heredia, en un detective privado duro y solitario cuyas historias tienen numerosos seguidores en Chile y otro...