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A la mañana siguiente desperté con el ruido del teléfono. Estaba tendido sobre un sillón de felpa y cuando abrí los ojos me costó distinguir que las campanadas venían desde fuera de mi cabeza. Tomé el fono y pasados algunos segundos reconocí la voz de Solís.
    —Tengo un hacha enterrada en la cabeza —contesté a su pregunta sobre mi estado de salud.
    —No vas por buen camino —dijo Solís—. El alcohol se siente desde acá.
    —Las prédicas déjalas para el domingo. Me interesa saber de la muchacha.
    —No tenemos nada.
    —Diantres, no es noticia para despertar a un fulano de madrugada.
    —Son las once y ayer entendí que la información te apuraba —contestó Solís, siempre de buen humor y de seguro con una taza de café a la mano.
    —¿Las once?
    —Si no lo empeñaste anoche, mira tu reloj.
    —Confío en tu palabra, y si quieres hacer bromas espera a que desentierre el hacha.
    —Sería darte ventaja, Heredia. Prefiero dejarte solo.
    —Si aparece algo nuevo, ¿te acordarás de tu amigo?
    —Desde luego, y lo mismo vale para ti.
    —Te lo agradezco. Si no fueras tan feo te llevaría un ramo de flores y te daría un beso —le contesté y él dijo algo irreproducible, relacionado con mi madre. Enseguida colgó el teléfono y quedé con el fono en la mano sin saber qué demonios hacer.
    Sin embargo lo sabía. Me di una ducha y bajé a tomar café al boliche de la esquina. Mi cabeza no dejaba de girar y el fuerte sol de la mañana me golpeó con la suavidad de un martillo. Si Dagoberto no contaba con información podría ser que lo de Beatriz no pasara de un susto familiar. Pero tenía mis propias pistas y trabajar un poco en ellas no me provocaría catarro.
    Lo primero era agotar el dato del antiguo pololo y para ello me dirigí a la única oficina naviera existente en la ciudad.
    Después de aguantar una docena de preguntas y malas caras, logré llegar a una oficina que se dedicaba al control de los pasajeros. Me atendió un tipo que parecía no tener nada que hacer. Explicó que los registros de pasajeros se llevaban en forma computacional, y eso, por la expresión de su rostro, debía impresionarme. Pero para entonces ya conocía a muchos tarados que creían que con un computador se arreglaban todos los problemas del mundo. Ni como tema de conversación lo soportaba, razón por la cual decidí ir al grano.
    —Deseo saber si una persona viajó a San Aurelio uno de estos últimos días.
    —Uno de estos días es muy vago. El sistema necesita datos precisos. Barco, día, hora.
    —Si supiera todo eso no necesitaría venir al zoológico. Sé que pudo viajar durante la última semana.
    —No tenemos tiempo para un trabajo así —contestó el funcionario sin ninguna intención de trabajar por primera vez en su vida.
    —Puede ser, pero también puede ser que salga de aquí y vaya a conversar con su jefe, y si él no me atiende, siempre existirá un gordo más arriba a quien plantearle una queja.
    —Está bien, no se sulfure —contestó, poniéndose de pie para buscar unos listados que se hallaban en un armario.
    —Aquí está la información del último mes —dijo, al tiempo que me mostraba los papeles.
    —¿Los revisa usted o yo?
    —Usted parece estar apurado —contestó, y tuve que reconocer que había dejado un buen blanco para que propinara el mandoble que acababa de darme.
    Emprendí la revisión de los listados y al cabo de media hora llegué a la conclusión de que Beatriz no había viajado en barco. Se los devolví al funcionario y este preguntó si estaba la información de mi interés.
    —No —le respondí, cortante, y el tipo ensayó una sonrisa de oreja a oreja.
    —¿Y para qué deseaba ese dato? —preguntó queriendo revolver un poco más la herida.
    —Eso no te importa —le contesté decidido a devolverle la mano. El hombre se enfureció y antes que tratara de echarme de su oficina, me dispuse a salir por mis propios medios.
    —¿Qué se ha creído? ¿Quién es usted? —gritó enojado.
    —El Llanero Solitario —respondí, cerrando con fuerza la puerta de la oficina. Cuando el fulano reaccionó ya me encontraba en la calle dispuesto a continuar la investigación en las líneas aéreas. En estas el trabajo fue más fácil pero con idéntico resultado. Recorrí las cinco aerolíneas que ofrecían viajes hasta San Aurelio y el único avance fue rayar un par de palabras en mi libreta.
    Caminé un rato por las calles cercanas a la última oficina visitada, evitando aplastar a los numerosos vendedores callejeros que desparramaban sus mercaderías por el suelo, y cuando descubrí un restaurante que ofrecía precios convenientes entré a comer algo.
    Mientras almorzaba, soportando el tufillo vinoso que impregnaba el lugar, decidí aceptar que Beatriz no había salido de la ciudad. Al menos no por los conductos habituales. Debía entonces recurrir a la amiga mencionada por Marcela. Revisé mi libreta y aprendí de memoria la dirección de su casa. Vivía en un departamento de la Villa Resignación, y para llegar a ella en bus necesitaba a lo menos de tres cuartos de hora. Mi Fiat 600 estaba descompuesto y no tenía los pesos que se requerían para sacarlo del taller mecánico a donde lo había enviado a reparar.
    Terminé de almorzar y me puse en camino. Por primera vez en el día la moneda cayó por el lado de mi fortuna, ya que logré encontrar a Teresa en su casa, unos minutos antes de que se marchara a la universidad.
    —Tengo que devolver unos libros en la biblioteca. Si quiere me acompaña y conversamos en el camino —dijo, sin preocuparse de saber quién era yo.
    —Conforme —respondí, y recordando que mis héroes favoritos acostumbraban a ser galantes me ofrecí para llevar los libros.
    Salimos del departamento y en el ascensor le expliqué los alcances de mi investigación. Noté que se inquietaba al mencionarle mi actividad, pero logré tranquilizarla y que me contara los detalles de las dos noches que Beatriz había pasado en su casa. Saber eso no era novedad, solo servía para corroborar lo dicho por Marcela. Lo novedoso fue enterarme de que antes de partir, Beatriz le había pedido que se deshiciera de algunos papeles dejados en la habitación que ocupara. Interesado, le pregunté más sobre lo mismo.

La ciudad está tristeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora