Prólogo

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Mi hermano y yo vivíamos en un pueblecito pequeño de la Cataluña medieval, con nuestros padres y nuestros abuelos maternos, donde no llegábamos a tres mil habitantes. Compartíamos parcela, aunque cada familia tenía su vivienda. Era bonito cuando los domingos venían todos nuestros primos y tíos a comer y pasábamos la tarde corriendo por el jardín. Esas reuniones familiares resultaban magníficas, sobre todo para nosotros, pues era como si vinieran a nuestra casa, aunque comíamos en la de los abuelos.

La relación con los abuelos maternos era diferente a la que teníamos con los yayos (los padres de mi padre). A los abuelos los veíamos a diario y formaban parte de nuestra crianza y educación, casi tanto como nuestros padres. En cambio, a los yayos solo los veíamos un par de tardes al mes y cuando, en vacaciones de verano, pasábamos allí algunas noches.

Zeus y yo éramos dos mellizos inseparables que nada teníamos que ver el uno con el otro. Los dos teníamos el pelo rizado, eso sí, pero el suyo negro como el azabache y el mío de un castaño claro igual al de mi madre. Él siempre llevó una media melenita muy divertida (a mamá le encantaban nuestros rizos) y a mí intentó dejármelo lo más largo posible, contando con que una melena rizada tiene que ser muy larga para que, una vez seca y arreglada, tenga longitud.

Y en carácter..., ¡qué os voy a contar! Él era el buen niño que en todo momento hacía caso, que ayudaba en todo lo que se le pedía, aplicado y cariñoso, pero con las ideas muy claras. Y Hera siempre fue la niña independiente y contestona, arisca e indecisa.

Sí, esa soy yo. Me llamo Hera. Un nombre un tanto peculiar, ¿no? Nunca les pregunté a mis padres por qué me habían puesto ese nombre, y es algo que todo hijo debería saber. Bien que cuando unos padres elijen un nombre tiene una explicación, o eso creo yo. Pues en mi caso, al menos, me la deberían haber contado, ya que me parece relevante.

Cada día madrugábamos con mamá, porque a las ocho de la mañana papá ya había salido a trabajar. Ella era la que se encargaba de despertarnos (con Zeus era una tarea fácil, pero yo siempre quería dormir más y me resistía haciéndome la remolona hasta que la sacaba de sus casillas). Nos vestía, nos preparaba el desayuno y la mochila y nos acompañaba hasta el colegio.

Teníamos que coger el coche, ya que nuestra casa quedaba a las afueras del pueblo, a casi cinco kilómetros de la escuela.

Normalmente iba, la pobre, corriendo como una loca, y en eso yo tenía parte de culpa. Si fuera ahora, se lo pondría más fácil, aunque nunca perdía la sonrisa. Se saludaba con todas las mamás de nuestra clase e incluso con otras que también llevaban a sus pequeños a infantil, pero que ni nosotros conocíamos.

Se despedía de Zeus y de mí con un suave beso en los labios: «un besito a mami», solía decir. Mi hermano era el primero en lanzarse a darle su merecido beso y yo, si podía, salía corriendo sin dárselo; aunque solía cogerme de la manita antes de que lo pensara y pudiera librarme. «Como te conoce una madre, nunca llegará a conocerte nadie», sabias palabras las de mi abuela.

Y mientras nosotros corríamos cruzando el patio en modo carrera, ella nos miraba orgullosa desde el portal hasta que nos perdía de vista.

Zeus y yo íbamos a la misma clase y compartíamos casi los mismos amigos. Incluso la hora del patio la pasábamos juntos.

Comíamos en el colegio, siempre sentados uno al lado del otro. Y, aunque a veces Zeus se enfadaba conmigo y quería cambiarse de sitio, yo no le dejaba. Él comía de todo, pero a mí me costaba un poco más. Así que, si me servían algo en el plato que no me gustaba, se lo ponía en el suyo para que se lo comiera él. Ya veis que no todo era por amor.

Cuando terminaba nuestra jornada salíamos sonrientes, porque ahí era cuando le tocaba a papá. Y por esas cosas de la vida que nunca se saben, nuestra madre se desvivía por nosotros tanto o más que papá, pero con él se nos iluminaba la cara como con nadie; sobre todo a mí. Era mi talón de Aquiles. A él no le podía negar ni medio beso; al contrario, salía corriendo a dárselo. Nunca lo verbalizó, pero siempre fui la niña de sus ojos. Y yo moría por él.

Sin querer, ¡me enamoré!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora