Acabó de pasar la semana y, por fin, llegó la hora de ir a casa de los yayos. Me estaba volviendo loca con tanto tiempo solos Zeus y yo. No lograba entender qué me pasaba, pero no lo veía con los mismos ojos. Solo su presencia me ponía nerviosa, anhelaba cualquier caricia que pudiera darme, su cercanía, su olor, y me miraba con una intensidad que, o era nueva, o yo no había percibido hasta entonces.
Tenía que mantenerme con los pies sobre la tierra, era mi hermano y la verdad es que sentía como si pudiera ser un chico de clase que me gustara. Pero eso no era posible, porque, repito, era mi hermano. Así que estaba por descubrir qué era esa extraña sensación que se apoderaba de mí cada vez que lo veía, que se acercaba, que me miraba... La única explicación viable que había encontrado hasta aquel momento era que las hormonas adolescentes hacían esas cosas, o eso decía la gente. Yo siempre pensé que estaban sobrevaloradas, pero empezaba a tener mis dudas con esas malditas sinvergüenzas.
Cada día que pasaba la cosa iba a peor. Y sabéis que yo no era la más cariñosa del mundo, pero a esas alturas ya no podía aguantar las ganas de abrazarlo y, aunque debo reconocer que el hecho de que fuera mi hermano lo facilitaba, también era el mayor de mis problemas.
El domingo por la tarde preparamos todas las cosas para irnos a pasar la semana fuera. Y hay que reconocer que la mayoría de los tópicos que conocemos son ciertos: mi mochila era el doble de grande que la de Zeus. Él se apañó con un par de mudas de diario, una de vestir y el pijama. En la mía, si empiezo a enumerar..., me quedo sola: cuatro mudas de diario, tres de vestir, un pijama, un par de zapatos de recambio, neceser con todos los artilugios para peinarse y maquillarse y, por supuesto, el libro que acababa de empezar a leer, que me había enganchado desde las primeras páginas.
El lunes por la mañana nos tocó madrugar. Mamá nos llevó aprovechando el viaje de cuando se iba a trabajar. Los yayos ya nos estaban esperando listos en el comedor, preparando un buen desayuno. Mamá les había dicho que nos llevaría casi con el pijama puesto, sabiendo lo que nos costaba levantarnos de la cama. La yaya todavía iba con el batín de dormir, pero ya tenía la mesa llena. Había preparado chocolate a la taza con melindros. Sin duda, sabía cómo conquistarnos la listilla. El yayo ya estaba vestido de pies a cabeza, presidiendo la mesa y esperándonos sonriente.
—Mis niños, ¿cómo estáis? —preguntó la yaya mientras se nos acercaba con los brazos bien abiertos—. ¡Qué ganas de teneros aquí!
Después de abrazarnos con verdadero sentimiento y una candorosa sonrisa, nos hizo pasar. El yayo, con actitud afable, se levantó. Primero dio dos besos en las mejillas a mamá y luego nos dio un abrazo leve a cada uno de nosotros. Quizá yo me parecía al yayo en eso, con la única diferencia de que él, aunque no le apeteciera, si lo tenía que hacer, lo hacía. Y, oye, no es que no nos quisiera dar un abrazo y lo hiciera forzado, pero sí que él era más de complacerte con pequeños detalles que no necesitaban contacto, como rellenarte el vaso de agua cada vez que te lo habías terminado o acercarte las zapatillas cuando te las habías dejado en la otra punta del sofá. Así éramos nosotros dos, de demostrar que estábamos allí de otras formas.
Mamá se tomó un poco de chocolate; ella ya había desayunado, pero eso era una tentación a la que no se podía resistir.
—Portaos bien y no les deis mucha guerra a los yayos, ¿vale?
—Sí, mamá —contestó Zeus mientras yo le guiñaba un ojo.
Nos hizo una caricia suave en la barbilla a cada uno mientras sonreía con la mirada perdida en nuestros ojos y se despidió. Cuando hacía esas cosas, me hubiera gustado saber en qué pensaba.
Charlamos animados todos juntos durante el desayuno. Nos pusimos al día, cada uno con sus historias. El yayo hacía partidas de ajedrez con los jubilados del barrio y se juntaban un par de tardes a la semana para jugar. Siempre decía que los iba a ganar a todos, pero Enrique, que era mayor que él y vivía en la esquina de la misma calle, era un as; a ese no lo ganaba nadie. Le prometió a Zeus enseñarle a jugar en esa semana, pero tendría que ir con él a los encuentros y demostrarles de qué eran capaces las nuevas generaciones. Zeus aceptó encantado, le gustaba mucho pasar tiempo con la gente mayor y se nutría escuchando todas y cada una de sus batallitas. Admiraba la dura vida que tuvieron y, aun así, lo felices que han sido siempre.
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Sin querer, ¡me enamoré!
RomantizmUnos mellizos, destrozados por la desaparición de su padre, aprenden a ser felices con su nueva normalidad, apoyándose el uno en el otro. No tienen la mejor infancia, pero al llegar al instituto descubren gente nueva y se conocen mejor a sí mismos. ...