Capítulo IV

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Una semana ha pasado desde que Ruslan se había rehusado a cooperar con aquellos que consideraba como sus enemigos, de hecho, a todos consideraba como seres que deseaban apoderarse de un arma letal y destructiva como él. En varias ocasiones los soviéticos lo tuvieron en sus ásperos dedos llevándoselo a caminos que irían construyendo a peldaños su vida, sus recuerdos, sus vivencias. Parecía que, cada año que llegaba, las probabilidades de convencerlo estaban deteriorándose como un instrumento olvidado en una caja de herramientas el cual se iba oxidando con el tiempo. Él no tenía claro por qué luchaba, ni siquiera comprendía por qué aún vive en este mundo. Lo devolvieron a la celda en la que pertenecía, exclusivamente para él, incómoda y asfixiante; era tratado como un animal; a todos los educaban como animales en aquel lugar húmedo y sofocante. Allí residían solamente luces destellantes tal como el atardecer de los días más cálidos e intolerables para nuestra piel. Además los escritos en las paredes de piedra y barro, hechos a punta de tiza, daban la sensación de que aquellos hombres querían dejar un último mensaje antes de cederle su vida a la muerte.

En una celda, entre los más reducidos espacios de un terreno vigilado por guardias de trajes verdosos que escuchaban los ínfimos lloriqueos de los presos y los arañazos que nada hacían sobre las paredes con garras saturadas de mugre parda y sangre negruzca las demostraban la desesperación de los que anhelaban salir a visualizar un simple y pequeño destello de luz natural, sea de las nubes grisáceas de un mundo sobre sus huecas mentes, o ya sea la blanca nieve que continuaba y continuaría allí hasta que finalizara la larga e interminable temporada de invierno que acababa con pueblos débiles y hambrientos, en aquella celda estrecha reposaba el peligroso prisionero sobre un lecho trabajado en piedra acostumbrado a descansar sobre una cama incómoda. Mira fijo el techo de su estrecha habitación. No hacía falta ponerse una prenda, inclusive si estuviera llena de agujeros de distintos tamaños sobre la parte superior de su esbelto cuerpo, cuyos músculos estaban manifestando al hombre que vivió de la naturaleza y de la regla del más fuerte. Su frente, fruncida desde que llegó a la etapa del cual iniciaba la transición de la responsabilidad al libertinaje, se guiaba de la constante y rápida respiración del individuo quien no aguantaba la presión de estar encerrado.

Deseaba ser libre como el hombre primitivo de los tiempos antiguos había sido. Se levanta al instante, camina estresado por los pequeños tramos que dejaba la celda y agarraba su nuca con las dos únicas manos que tenía. Encolerizado se aproxima a la pared pintada de piedra bañada en barro y asesta una cantidad de golpes que podrían haber acabado con una persona, pero ahora estaban siendo utilizados para dañarse a uno mismo. Sus nudillos sangraban cuando él terminó de descargar parte de su ira. Visualiza detenidamente como se mancharon con su propia sangre y endurece todos los músculos de su cuerpo hasta exhibir sus venas. Expulsa un grito que dio a entender su pérdida de cordura. Al liberar parte del estrés, se acerca a la ventana que no llevaba a ningún sitio, solo al mismo subterráneo en el que convivía con muchos otros, e intenta desmembrar las barras oxidadas: no pudo. Se adentró más en la desesperación. Camina en círculos por la habitación. Se coloca nuevamente las manos sobre la nuca y se culpa por no hacer llegar su libertad.

El mismísimo camarada informante de la semana pesada, metido dentro de la parte trasera del coche celeste consumido cerca a las llantas por la mugre del barro, observaba con ojos que delataban su preocupación los campos de concentración donde estaban metidos muertos vivientes, aunque así no lo fueran, que trabajaban fuera del límite establecido, cuya única voz era el tono de su aliento desagradable, con los rostros agotados que exigían al cuerpo que parase a pesar de que fuera imposible. Pero, a pesar de presenciar algo como ello, no era el mayor de sus problemas. Le correspondía una mejor vida que esa. Esa mirada que tenía, que ni siquiera podía esconder con sus parpadeos, se detendría en el asiento del conductor, quien estaba calmado y no esperaba lo peor de los eventos. Podría estar así todo el día sin darse cuenta de lo que ocurriría minutos después: no faltaba mucho.

LOS TRES IMPERIOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora