Prólogo: El día de la invasión

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2150 año Babilon

Invierno

Con la increíble potencia de un descomunal martillo metálico, una mujer encapuchada destrozó las puertas de la entrada de la colosal torre, la que, por su reforzada construcción de acero negro, tenía la apariencia de una acerada prisión. La extraña soltó un largo resoplido y, luego de que el mazo plateado se desmaterializara, salió con exaltación a través de los escombros hacia la oscuridad de la fría noche invernal.

En el cielo, los rayos rojos y azules destellaban y calcinaban la protección de la Gran Cúpula. El constante retumbar de las explosiones del bombardeo aéreo y el sonido de las sirenas en las grandes ciudades del país, ahogaban los gritos de desesperación de los cientos y miles de civiles que corrían despavoridos hacia los refugios para salvar sus vidas. Pero, para entonces los accesos de los escondites subterráneos ya estaban completamente colapsados. Y muchos de estos debieron cerrar sus pórticos tan rápido que no dieron tiempo de salvaguardar a toda la población. El pánico colectivo se desató como una incontrolable epidemia por todos los distritos de Europa.

La invasión de la región era inminente.

Un estruendo abrumador rompió el cielo y una lluvia de cristales plateados de energía aurántica precipitaron desde la atmósfera mientras que cientos de naves alienígenas atravesaban el espacio aéreo de Babilon. La que, hasta ese día, había sido una impenetrable barrera erigida por los más diestros Protectores del planeta, fue fácilmente vulnerada por el enemigo. El ejército de los autóctonos y las fuerzas defensivas de los auran elevaron sus naves de batalla para combatir a los invasores.

La guerra estalló en cuestión de segundos.

De pie, ante la imponente noche manchada de naves asesinas y sonidos bélicos, la extraña se dio media vuelta y dijo en voz baja.

—Vamos... salgan, tenemos que abandonar este lugar.

Un niño y una niña se asomaron con lentitud por el desarmado umbral y echaron un vistazo al exterior con abrumada expresión en sus rostros. La mujer les hizo una seña con la mano para que se apresuraran. No tenían mucho tiempo.

La encapuchada alzó la cabeza y, tras comprobar que nadie merodeaba en las cercanías, intercambió miradas con los infantes, a lo que ellos respondieron con una temblorosa cabezada; sabían lo que tenían que hacer: correr.

Y de igual modo que los demás ciudadanos huían de las naves alienígenas, la auran, el niño y la niña se pusieron en marcha.

Muchas cosas sucedieron al mismo tiempo. Una masacre sin igual se desarrolló en el centro de la capital de Europa; con disparos a quema ropa los invasores acababan con la vida de los desafortunados que no habían podido ocultarse. No importaba si eran niños o ancianos, o si alguno tenía alguna discapacidad. Todos eran asesinados indiscriminadamente. Templos antiguos y hermosos se desmoronaban uno tras otro. Los lienzos digitales con propaganda alusiva a las nuevas doctrinas del Rey se desvanecían como un borrón de tinta, y junto al espectáculo de exterminio protagonizado por los invasores, las distinguidas edificaciones de la alta sociedad eran derribadas por los fugaces misiles del enemigo.

—No dejen de avanzar. Lo lograremos —jadeó la mujer, al tiempo que se aferraba a las manos de los niños, con temor de que se los pudieran arrebatar.

—Mamá... —murmuró la niña pelirroja, con los ojos anegados en lágrimas.

—¿Vamos a morir? —sollozó el niño después.

La atmósfera apocalíptica del entorno se hizo cada vez más intenso a medida que se alejaban de la oscura sombra del palacio. El espacio aéreo de la ciudad se había tiznado con colores destructivos y estruendos de muerte. Las naves extranjeras arrasaban con todo a su paso.

UNA ALQUIMIA OSCURA, libro I © !YA A LA VENTA!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora