Capítulo II

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De un día para el otro, me atrapé a mí misma enfrentando una extraña impresión de adultez, con la que los herrumbrosos engranajes de mis fantasías repentinamente dejaban de marchar con el paso decidido que las había caracterizado, para abandonar finalmente aquel primitivo intelecto en gestación al margen de cualquier estado de ensueño, una visión que se suponía que debía ofrecer un manejo más sensato de sus emociones para cualquier persona.

Con el propósito de otorgar una identidad al eje causal de dicha sensación, debí someterme a la tarea de realizar unos ligeros, pero minuciosos cálculos. Invocando respetuosamente a los sacrosantos anales de la memoria, mientras realizaba el mayor de los esfuerzos por inmortalizar las veces que a lo largo de mi vida me había vestido con prendas de invierno y, tras confrontar entre sí una serie de litigios mentales de semejante índole, experimenté con gran sobresalto que ya habían transcurrido seis años desde la fecha de mi alumbramiento.

Aunque pueda parecer irrisorio, la idea de que ya andaba merodeando a través este plano de la realidad a lo largo de seis otoños sin haber contribuido de forma sustancial al perfeccionamiento de la humanidad constituía una herida mortal a mis más secretas ambiciones.

En definitiva, padecer de tal crisis existencial en medio de la más tierna infancia, del tipo que frecuentemente se desata en las mentes más eruditas e insaciables una vez que llegan a la edad adulta, constituía una proeza que ya presagiaba un largo recorrido en medio de aspiraciones insatisfechas.

Una inclinación innata por la indisciplina, una devoción inapelable hacia la versatilidad y libertad de la condición humana, sumado a una rebeldía de extensiones inconmensurables ante la hipocresía de los preceptos sociales en torno a lo que se considera una conducta honorable, provocaron que de forma muy temprana dirija mis esfuerzos a desafiar la necesidad de rendir cuentas sobre cada una de nuestras elecciones a una entidad superior que, hasta ese entonces, no había dejado evidencia tangible de su existencia más allá de los relatos que un conjunto de individuos tuvo a bien manuscribir, a fin de que las generaciones venideras presten juramento de obediencia perpetua, permitiendo que cualquier elección final dejara de tomarse de forma espontánea para hallarse aparatosamente deformada por el pánico residual que supura hediondo del riesgo inminente de arder por el resto de la eternidad en caso de sublevarse.

Haber sido educada en una institución religiosa, más que contribuir en el acrecentamiento de aquello que se conoce como fe, suscitó la desavenencia moral de una niña propensa a sobreanalizar la relación entre los preceptos católicos y el comportamiento de sus principales vociferadores. No fue complicado detectar el alevoso cinismo que dominaba el actuar diario de los seminaristas y sacerdotes jóvenes que impartían clases de cultura religiosa, en las cuales pregonaban el valor de castidad, de la importancia de mantener las relaciones carnales únicamente bajo las sábanas conyugales sometidas a la normativa impuesta por el sacramento del matrimonio y lo reprochable que resultaría para el creador el uso de métodos anticonceptivos cuando los propios seminaristas y sacerdotes ofrendan a diario todo tipo de textos sugerentes a aquellas alumnas seleccionadas deliberadamente por sus maneras más libres de comportarse, con el consecuente intercambio de imágenes de contenido íntimo hasta consumarse la satisfacción directa de sus más cuestionables deseos terrenales, noticias que deberían desatar un alboroto en cualquier convento pero que, contrariamente, se mantuvieron silenciadas para seguir refugiando a estos humildes pecadores bajo el manto de la santidad.

Es de suponer que a una niña de mi edad no le incumbe objetar diligencia alguna de los más longevos, dado que mi consciencia moral no se habría desarrollado ni madurado lo suficiente como para advertir las sutilezas que acompañan a los principios espirituales, pues aparentemente los adultos consentían abiertamente que, en la desobediencia a dichos preceptos, debía residir una punitiva que ha de emplearse únicamente en aquellos no se anidan bajo amparo de alguna forma de secreta de inmunidad.

Un sentido de justicia rudimentario había de gestarse con lentitud, en medio de un caldero agitado que con cada hervor se pronunciaba con vehemencia ante todo aquello con lo que la humanidad ya sea había acostumbrado, una humanidad que con gran desvergüenza se había convertido en un espectador pasivo de la destrucción de su sendero a la prosperidad.


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