Capitulo I

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Desde la etapa más inocente de mi vida ya tenía la certeza de que ocurría algo inusual conmigo, pues dicen que los niños difícilmente se aventuran a cuestionar a viva voz el comportamiento de los adultos, más aún los de sus padres, generalmente por temor al castigo. Sin embargo, mi infancia no se había caracterizado por el silencio, mucho menos por el miedo, rasgo de personalidad que me acompañaría, de manera intermitente, a lo largo de la vida.

En alguna parte de mi configuración biológica o en algún instante de mi más temprano modelado social,  en mi intelecto fue diseminada la  semilla de la rebeldía, la más fértil de todas, semilla que se halló en un terreno sorpresivamente copioso de nutrimentos, todos necesarios para desarrollarse activamente y dar lugar a un temperamento en extremo sedicioso, temperamento que se convirtió en el infortunio de cualquier ser humano que haya tenido la osadía y la mala suerte de hallarse involucrado con mi crianza.

Mientras me dejaba caer en el sinsentido, viendo cómo las ventanas de un edificio se deslizaban con tanta fluidez por el rabillo de mi ojo derecho, con el aire fresco de mayo susurrándome en la nuca y despeinando mis bucles con el intenso cosquilleo de una cabeza que está a punto de estrellarse contra una verdad incierta, me dediqué sin intención alguna a repasar los 32 años que concluía vagando por este mundo, exactamente, aquel día.

Cuentan que mientras me alojaba en el vientre materno, migraba constantemente entre episodios de apatía absoluta en donde ya me daban por muerta, y entre periodos de las más enigmáticas rebeliones materializadas por medio de patadas y codazos que eran capaces de evocar todo tipo de lamentos y vocablos vulgares en aquella tolerante y sufrida embarazada primeriza que se vería prontamente en medio de la engorrosa labor de pujar con todas sus fuerzas a una pequeña criatura que pondría el mundo de varias personas de cabeza. Aquella mujer tendría la enorme responsabilidad de dotar de vida a un diminuto vestigio de ser humano que contaría con todo el potencial de desbaratar cada uno de los sueños y las expectativas que toda madre y todo padre tienden a depositar con mucha facilidad en cualquier primogénito, tarea que cumpliría con una fuerza inversamente proporcional a su pequeño tamaño.

A mis padres les tomó algún tiempo decidir mi nombre. Mi temprana naturaleza inquieta puso en conocimiento de todo el mundo que sería una chiquilla difícil de adoctrinar. No obstante, en un intento bastante desesperado por legitimar cualquier ilusión de que en un futuro mi carácter se volvería sumiso, maleable y apacible, decidieron llamarme Angélica, sin tener idea alguna de que la elección de ese nombre sí auguraba algo, aunque era algo muy distinto a lo que tenían en mente.

Fue así como un 29 de mayo decidí venir al mundo, en medio de una tormenta con la que se vaticinaba un afligido y desafiante porvenir. Gracias a una especie de recuerdo primitivo tengo la certeza de que, en aquel momento, me encontraba tan decidida a nacer que me hice camino por el canal de parto casi sin ayuda alguna, tal como lo haría con todo lo que se viniera por el resto de mi vida.

Con la primera bocanada de aire fresco que recibieron mis pulmones, conseguí desatar toda la furia de mi primer llanto que de forma tan dramática zumbó al son del estruendo de un poderoso relámpago que, en ese preciso instante, cegó momentáneamente a todos los presentes, olvidando incluso, en medio de la conmoción, en qué rincón de la habitación habían depositado a la pequeña recién nacida. Con ese hecho hubo de profetizarse que, en gran parte de su breve existencia, esa niña se sentiría tal como en ese momento, a veces invisible, a veces olvidada.

Por otra parte, en medio de tanto agotamiento y, sin embargo, acompañada de una sonrisa que emanaba gran satisfacción por una misión que fue llevada a término de manera honorable, mi madre se limitó a verbalizar que, a partir de ese día, existía alguien que haría más ruido que los propios relámpagos, para luego lanzar una carcajada y acercarme hasta su pecho. Ella, en ese entonces, no sabía cuánta verdad podría camuflarse en medio de tan inocente comentario.

A ninguna parteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora