Conforme seguía sumando otro par de otoños a mi efímera morada terrenal, iba menguando con mayor brutalidad cualquier esperanza de acomodarme, algún día, a los esquemas sociales de aquel colectivo que, a mi parecer, debía figurarse un destino un poco menos vergonzoso, precisamente por gozar de un entendimiento por encima del resto de las especies que colonizan el planeta.
Mi indignación se iba acrecentando en la medida que me convertía en observadora directa de innumerables los acontecimientos indignos: el docente que se castigaba con severidad al compañero que, en su genuina curiosidad por conocer el funcionamiento del cuerpo humano, cometía el grave error de formular preguntas "indecorosas"; el niño que, en medio de un impulso brusco por explorar de su sexualidad, decidía que era divertido levantar la falda de una compañera, puesto que había descubierto que su padre hacía lo mismo con la falda de la servidora doméstica de la casa familiar, mientras pasaba por alto cualquier negativa que la misma exteriorizase; el párvulo que arremetía sin piedad contra su compañero más desprovisto físicamente en cada receso, blindado por la posición social de su familia cuyo estatus se fue consolidando en la medida que se convertían en excelentes benefactores de iglesia.
Como otras tantas veces, me vi tentada a buscar consuelo en la sabiduría de mis progenitores, una tentativa, desde luego, infructuosa. Mientras manifestaba mi disconformidad con el proceder de la justicia tanto terrenal como divina, todo mi entendimiento caía agonizando de nuevo, víctima del más profundo desencanto en la medida que pronunciaban jactanciosos a favor de tanto absurdo, con una lealtad que se tornaba tan irreal que hasta pareciese sobornada con un salvoconducto para partir directo al edén.
"En mis tiempos, se estaba permitido que los profesores dieran una buena paliza a quienes se les antojaba hacer preguntas tan impertinentes"; "seguro que esa compañerita tuya estuvo despertando intencionadamente los pensamientos lujuriosos de ese pobre niño, pues de ningún hombre le faltaría el respeto a una niña de buena familia y bien portada, ya que el hombre llega únicamente hasta donde la mujer permite"; "si ese compañerito tuyo no puede defenderse solo de los golpes, debe ser un mariquita". Afirmaciones como aquellas, me hacían desconfiar de si realmente existía el mínimo grado de consanguineidad entre esos sujetos que decían ser mis padres y yo.
Al principio, no veía necesidad alguna de combatir ningún impulso por exteriorizar mi desacuerdo con toda la cólera que me cabía en el pecho, descubriendo así una extraordinaria habilidad para emitir insultos tan refinados que a mi entorno le costaba determinar si debían sentirse ofendidos o halagados. Pero no pasó mucho tiempo para que mis padres pudieran comprender el verdadero significado de mis verbalizaciones, situación que trajo por consecuencia un sinnúmero de hematomas que ornamentarían mi cuerpo a lo largo de mi niñez y mi adolescencia, aunque hubo una noche en que mi padre encontró la manera de no solo amordazar mi boca, sino también mi espíritu.
Esa noche en cuestión, mi padre decidió que mi curiosidad sobre las fotografías eróticas que había intercambiado con la secretaría de su puesto de trabajo había llegado demasiado lejos, puesto que el secreto de su infidelidad ya no estaría a salvo. Entonces, mientras se desabrochaba el cinturón y evaluaba la cantidad de golpes que serían necesarios para obtener mi silencio, resolvió que conmigo necesitaría un correctivo mucho más vigoroso del que se aplicaba con frecuencia a las mujeres por el más mínimo gesto de insolencia.
Al tiempo que sopesaba las posibilidades con una mirada inquisitiva e inmisericorde, ya me iba propinando enérgicos azotes que danzaban de forma cruel al compás de mis alaridos. En un momento dado, percibió que su brazo derecho ya no respondía, por lo que se pasó el cinturón a la mano izquierda y prosiguió con la paliza hasta que juzgó que se había satisfizo apropiadamente sus primeros arrebatos de venganza.
Se retiró de la habitación con la sonrisa malévola y amarga de quien solo ha saciado una mínima parte de su sed de violencia, pues no pecaba de ignorante, sabía que mi silencio no se había asegurado.
Para cuando acabase todo lo que tendría que acontecer esa noche, me hallaría fantaseando, por primera vez, con mi propia extinción.
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A ninguna parte
Mystère / ThrillerAngélica insiste en que no es necesario conocer su procedencia, el nombre de sus padres, ni siquiera importa en qué año nació. Ella pretende exponer únicamente los detalles de aquellas vivencias emocionales que la encaminaron a tomar la decisión más...