Sara Sal dejó un par de esposas sobre la mesa de la sala de interrogatorios. Marisa Volks-Engels se sentó ante ella, tras extender un paño de hilo sobre la silla.
–Fascinante –afirmó, con desprecio–. Nunca había estado en una sala de interrogatorios. No pensé que lo fuera a estar, y menos después de que asesinaran a mi marido. ¿Así es como tratan a las víctimas en este país?
Al otro lado del cristal negro, Roja cruzó los dedos para que Sal hiciera las preguntas adecuadas.
–Tenemos razones para pensar que Timo iba a sabotear la fábrica Volks-Engels junto a un grupo ecologista –explicó la sargento–. Si eso hubiera sido así, usted habría sido la primera interesada en evitarlo.
–¿La primera interesada?
–Usted es la directora de Volks-Engels en Europa. Y también, supongo, única heredera de las acciones familiares de la empresa ahora que Timo y su hermano están muertos.
–Supone bien. Pero para mí era mucho más fácil tenerle vivo que muerto. Timo confiaba en mí: aunque no lo pareciera, trabajábamos juntos por el bien de la empresa. Ya sabe: 'Poli bueno, poli malo'. Timo tenía una capacidad natural para congeniar con la gente y transmitirles entusiasmo. Pero todo era teatro, naturalmente. Timo era un muy buen actor.
–Pero algo debió de pasar para que faltara a la última junta de accionistas.
–Y por eso vine a la ciudad, para averiguarlo.
–¿No le parece mucha coincidencia? Su marido díscolo es asesinado el mismo día en el que usted aterriza aquí.
Marisa negó con la cabeza.
–Si yo hubiera ordenado la muerte de Timo, hubiera sido muy poco inteligente por mi parte estar aquí el mismo día de su asesinato.
Sal echó una mirada desesperanzada al cristal negro. No podía ocultar su decepción.
–Una última pregunta y podrá marcharse –dijo al fin–. El cuerpo de Timo apareció mutilado y rodeado de ratas. ¿Sabe a qué puede deberse?
Marisa sonrió al levantarse, sin esperar a la autorización de Sal.
–Ni idea.
–¡Mentira! –maldijo Roja, al otro lado del cristal–. Está mintiendo. ¿No lo ve nadie?
Intentó buscar la complicidad de los dos agentes que estaban en la sala. Uno estaba peleándose con la máquina de café, y el otro sacaba punta a un lápiz mientras miraba boquiabierto cómo los segundos pasaban en el reloj de pared.
–Hay que hacer algo –murmuró Roja.
Salió de la habitación a tiempo para encontrarse a Marisa Volks-Engels en el pasillo que llevaba a la salida de la comisaría. Ante ella, Roja extendió los brazos en cruz hasta alcanzar las paredes, bloqueándole el paso.
–¿Qué es esto? –murmuró Marisa–. En esta comisaría hay más delincuentes que policías.
Roja sonrió.
–Solo venía a decirle que todo se ha acabado.
Marisa la miró de arriba abajo:
–Aquí solo hay una persona acabada, querida, y si tuvieras delante un espejo sabrías que no soy yo.
Roja entrecerró los ojos. Percibía un miedo incipiente en Marisa. Era pequeño, como una mota de polvo en un suelo recién encerado o una gota de sangre en una sábana limpia. Solo había que abrirle las puertas, y darle aire y la bienvenida, pensó: basta con soplar sobre una chispa para conseguir que arda una hoguera.
–Da igual que Timo esté muerto –dijo Roja–. Sabíamos que ibais a por él. ¿De verdad creéis que íbamos a poner el día y la fecha del día del intercambio en correos sin encriptar? Vamos un paso por delante de vosotros, ratas.
–No sé de qué me estás hablando. –Pero sí lo sabía. Su mano derecha, en el interior del bolso, había empezado a moverse de forma desesperada. Buscaba algo. Tal vez un móvil, pensó Roja, para dar una orden de urgencia.
–Ayer nos dio los códigos de los controles de la fábrica –mintió Roja–. Y esta noche... ¡Volks-Engels volará por los aires!
Y luego se rio a carcajadas, tan alto que Sara Sal y los dos agentes salieron a trompicones hasta el pasillo mientras la silueta esbelta de Marisa se perdía entre el ruido de los teléfonos, los coches, y la ciudad.
Sal agarró a Roja del brazo.
–¿Se puede saber qué haces?
Roja torció la cabeza y señaló a los dos agentes.
–Diles a tus hombres vagos que sigan a esa mujer. Marisa tiene miedo, y el miedo acelera los errores. Ahora errará, y os dará pruebas ella misma de que es culpable.
La llamada confirmando la detención de Marisa Volks-Engels llegó una hora después. Sara Sal la recibió con un entusiasmo despojado de sorpresa: pese a todo, estaba convencida de que Roja tenía razón.
La policía encontró los dedos congelados de Timo Von-Engels dentro de la maleta de Marisa, que en ese momento se dirigía en taxi hacia la planta de Volks-Engels. Iba a utilizarlos para entrar a la sala de control, cuyas puertas solo abrían la huella dactilar de Timo. Confesó el crimen (o una versión del crimen en la que ella era una víctima de la junta de accionistas) en cuanto supo que sus dos guardaespaldas, también detenidos, se prestaron a declarar cómo les había encargado asesinar a Timo frotándole las encías con veneno, tras sedarlo y echarle ratas sobre el cuerpo en el Monumento a la Logia. El plan siempre fue culpar a los ecologistas.
–Supongo que debo darte las gracias –dijo Sal horas más tarde, al cerrar la puerta de la habitación donde Marisa firmó su confesión.
Roja se encogió de hombros.
–Me conformo con que me acompañes a la puerta.
Avanzó por el pasillo de comisaría a zancadas, y solo se giró cuando llegaron a la salida. Un par de agentes arrastraban hacia el interior a un hombre sin hogar, que juraba a gritos que era inocente.
–Solo hacemos nuestro trabajo –se defendió Sal.
–Algunas veces, pocas, lo hacéis bien. Pero en general os equivocáis–. Luego señaló la cicatriz en la mano en la que a Sal le faltaba un dedo–. Por cierto, ¿cómo te hiciste eso?
–Ven a verme alguna vez –afirmó la sargento–. Puede que entonces te lo cuente.
FIN
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Logia [COMPLETA]
Mystery / ThrillerRoja sale de la cárcel tras años sin hablar. Fuera la espera un crimen sin resolver en una ciudad que sigue siendo tan gris, tóxica y peligrosa como lo era cuando la vio por última vez. Esta historia tendrá un total de cinco partes y participa en el...