Capítulo 30

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13 de octubre.

Todos conocemos la vergüenza. En algún punto de nuestras vidas todos nos hemos sentido humillados de alguna manera, apenados por nuestro comportamiento, pero ver la vergüenza en el rostro de un hombre, de un hombre recto, noble y aparentemente intachable te obliga a alcanzar un nuevo grado de entendimiento.

A pesar de lo enfadada que podía haber estado con él, no sentí ni un poco de placer al ver aparecer a David en la cocina con los ojos clavados en el suelo, la barba entrecana de varios días cubriéndole el rostro macilento, y la enorme ropa de Alessandro bailando sobre el cuerpo encogido y mucho más delgado de lo que lo había visto la última vez.

¿Qué había sucedido con él?

Sin decir palabra, le puse delante una gran taza de café, sin azúcar ni crema, tal y como le gustaba. Él la miró unos segundos como si intentara descubrir qué era, luego levantó los ojos y me dejó ver todo el dolor que cargaba.

Yo sentí miedo.

Se sentó y bebió su café. Yo mientras terminé de preparar el desayuno, abundante y variado como le gustaba a Aless y a la mayoría de los griegos. No me atrevía a preguntar porque temía que la respuesta fuera demasiado terrible.

Finalmente, después de unos larguísimos e incómodos minutos en los que el desayuno se enfrió sin que ninguno de los dos probara ni un solo bocado, David comenzó a hablar.

—Lo siento mucho, Andy —Fueron sus primeras palabras y yo sentí que el nudo en mi garganta se volvía a formar—. Por todo, por la forma en que te traté, por haber sido injusto contigo. Siento que hayas tenido que verme en este estado —Se señaló con desprecio—, y te agradezco inmensamente que no me hayas dejado tirado como me merecía. —Yo asentí y tragué saliva, aún incapaz de hablar—. No debí dejar que te fueras de casa, o al menos debí haberte buscado para devolverte tu dinero. Debes haber pasado un muy mal rato por mi causa... —Me miró, esperando que lo corroborara pero yo no dije nada—. Me he equivocado tanto. Si a veces veías que era demasiado seco o severo contigo era porque tú me recordabas tanto a mi pequeña Lu. Tienes sus mismos ojos, su misma sonrisa, tienes hasta la edad que tendría ella si no, si no... —La voz se le quebró y creí que se echaría a llorar, pero hizo una larga pausa hasta que la emoción fue pasando—. María también lo veía, fue por eso que te ofreció la habitación. Desde que te tuve delante lo supe. Podía notar como cada día os volvíais más cercanas. Me gustaba veros trabajar en el huerto o charlar en la tienda, era como si tuviéramos de vuelta a nuestra hija. —Sus ojos estaban vidriosos y su voz era muy aguda, como la de un niño—. Al mismo tiempo, sentía que al acogerte de esa forma estábamos traicionando su memoria, ¿sabes?, como si hubiésemos encontrado con quien reemplazarla. Por eso, de repente, me enfadaba con María cuando te contaba nuestras intimidades, o te trataba a ti con dureza aunque no lo merecieras. Cuando llegabas tarde a casa o te veía con algún hombre, sentía que era mi Lu la que hacía esas cosas, ¿comprendes? —Aquello era muy triste, pero no justificaba nada—. María me advirtió más de una vez que me estaba extralimitando, que eras solo nuestra inquilina, que eras adulta, dueña de tu vida y podías hacer lo que quisieras con ella, pero yo estaba tan ciego, tan perdido...

—¿Dónde está María? ¿Qué ha pasado con ella? —Era eso lo que me preocupaba más, que algo malo le hubiese ocurrido.

—Me ha dejado. Se ha ido a Chlomos, su pueblo natal. —Creí que me daría una explicación, pero, en cambio, volvió a clavar la mirada en el suelo, apesadumbrado.

—¿Por qué? —Me vi obligada a preguntar tras algunos segundos de silencio.

—Desde que te fuiste, comenzamos a discutir mucho, ella estaba muy triste y eso me irritaba aún más. Peleábamos por tonterías, bueno, yo peleaba, ella se limitaba a mirarme decepcionada y a llorar en las noches. —Sentí tanta pena por la pobre María—. Hace cuatro días fue el aniversario de la muerte de Lucía. Nos habíamos acostumbrado tanto a tenerte en la casa que tú ausencia ese día se sintió como una doble pérdida. Como si por segunda vez nos hubiesen arrebatado a nuestra hija.

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