Capítulo 33

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22 de octubre.

El sonido del bafle retumbaba en mis oídos, las piernas me dolían de tanto bailar y la cabeza me daba vueltas producto a las luces de la discoteca.
La diversión se había alargado tanto que había dejado de existir por completo, convirtiéndose en un bucle sin fin de rutinas tan animadas que se volvían tediosas.

Solo quería que terminara.

Cerré los ojos con fuerza, intentando que desapareciera la jaqueca, pero era inútil. El mareo me hacía girar y girar alrededor de aquel antro, hasta no ver nada más que lucesitas brillantes y dolorosas. Apreté mis sienes para mitigar el dolor, y comencé a implorar a algún Dios indiferente que detuviera aquella rueda.

—Basta, basta —Por alguna razón, mi voz se escuchaba idéntica a la de Alessandro.

Alessandro.

Recé para que él viniera a salvarme.

Y apareció. Claro que lo hizo. Pero su rostro estaba enfurecido, decepcionado y adusto. Sus manos me rechazaban y huía de mis labios como si le diera asco mi cercanía.

Sentí tanta desazón que me tiré al suelo, humillada y arrepentida, implorando su perdón, pero él me miró con un desprecio infinito y, dándome la espalda, se marchó, dejándome sola.

Todo a mi alrededor había desaparecido. Las luces, las personas se habían esfumado. Ya no se escuchaba música alguna y el espacio había dejado de girar, ahora se cernía sobre mi cuerpo, pesado y denso, como una fuerza invisible y compacta que me aplastaba. Era un vapor tóxico que derretía mis miembros. Poco a poco, me fui descomponiendo. Primero fue mi cabeza, que se me cayó a pedazos, dejando un agujero enorme donde había estado mi cerebro. Mi cara se volvió una pasta verdosa que chorreaba por mi cuello, deshaciendo mi piel. Las manos se volvieron largas y delgadas como fideos, y los pies, por otro lado, se hacían más pequeños a medida que me iba fundiendo con el suelo, derritiéndome palmo a palmo.

Lo último que quedó de mí fueron los ojos, unos ojos aterrorizados que mantenía cerrados para no ver lo que estaba ocurriendo, la pesadilla que se cernía sobre mí.

Finalmente, la curiosidad fue más fuerte.

Los abrí, pero solo pude ver oscuridad, una oscuridad amenazante que rodeaba el gran y repulsivo charco en que me había convertido. El azul de mis ojos se volvió muy claro, casi blanco, para finalmente diluirse con el color verde vómito en que se había transformado mi cuerpo.


Desperté tan asustada que casi me caigo de la cama de nuevo. Todo estaba muy oscuro y tuve miedo de que la pesadilla se hubiera vuelto real. No conseguía gritar y tuve que tocarme la cara para comprobar que aún tenía labios, ojos, piel, para asegurarme de que aún estaba viva.

A tientas, alcancé la lamparita de noche y la luz mortecina reveló dónde me hallaba. La silueta de los muebles fue materializándose, aportándome la calma de saber que estaba a salvo, en el cuarto de Aless.

Pero con la claridad llegaron también, en torrente, los recuerdos.

¡Qué bendita me pareció entonces la amnesia selectiva que había padecido antes!

Reviví cada una de las cosas que le había dicho a Alessandro en medio de mi locura alcohólica, todo lo que había hecho.

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