Parte I

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¡Hola!

Sean bienvenidos todos a esta historia que espero sea de su agrado.


LAS ORIDIOSAS

En un pequeño pueblo a las afuera de la ciudad, vivía la familia Oridiosa; una familia tradicional y religiosa, conformada por 5 hermosas niñas: Juliana, Teresa, María, Jenny y Enma. Cada una de ellas con sus peculiares personalidades.

Juliana, la mayor, era guía para sus hermanas menores. Fuerte, decidida, autoritaria y firme. Tras la muerte del padre, ella había sido de gran ayuda para su madre, que afrontaba con gran dolor la pérdida de su amado.

Juliana había optado por volverse la cabecilla de la familia. Cada mañana, se levantaba antes que todas; ordeñaba las vacas, recogía los huevos de las gallinas, preparaba el desayuno, y la mayoría de veces hacía todo esto mucho antes de que saliese el sol.

Sus manos ya no eran dulces y delicadas, ahora estaban ásperas y quebradas. El entorno de sus ojos remarcaba grandes sombras negras. Su cabello lo había recortado hasta la altura de sus hombros, para más comodidad a la hora de labrar. Poco a poco, sus brazos fueron tonificándose. Los hombres del pueblo ya no se fijaban en ella, decían, entre rumores, que se estaba volviendo uno de ellos. Juliana, sin embargo, muy en el fondo de su corazón, anhelaba la llegada de un ser amado, que la desposara de sus responsabilidades.

A veces se retractaba ante aquel pensamiento tan egoísta. Sin ella, ¿qué sería de la vida de sus hermanas? Su pobre madre envejecía. Todas las tardes, después del almuerzo, se sentaba a tejer frente a la ventana. Tejía cosas inútiles, deshacía y volvía a empezar. Al principio, Juliana creyó que se trataba de una forma de afrontar el dolor; pero los años pasaron, y su madre seguía haciendo esa labor sin mayor éxito. Al finalizar, decía, con voz cansada "—mañana será otro día, podré hacer algo mejor—", y en las dos horas que llevaba tejiendo, no había logrado absolutamente nada. La locura, lentamente, la estaba consumiendo. El peor error de su padre fue haberla hecho dependiente de él. Por esto, Juliana, tras la muerte de su padre, decidió tomar las riendas y enseñarle a cada una de sus hermanas el valor del tiempo.

A las 7 de la mañana las levantaba para desayunar; luego, le asignaba, a cada una, distintas actividades sencillas. Barrer, trapear, lavar ropa, colgar, recoger leña. Y así pasaban el tiempo diariamente. María, la tercera de las Oridiosas, era quién se quejaba, alegando que ella no había nacido para eso. Barría, siempre, de mala gana, refunfuñando.

—Yo debería estar bailando estos momentos en unas de esas fiestas que han de hacer en la ciudad —dijo, barriendo cada vez con más fuerza.

—Imagina que estás bailando con la escoba, María —comentó Juliana, observando desde el marco de la puerta de la sala.

Jenny, que le había tocado lavar los trastes, regresaba de la cocina. Anunció que había terminado su labor, y preguntó muy seriamente si debía hacer algo más. Juliana contestó que no, sin dejar de observar a su hermana María, que al ritmo en que iba, terminaría rompiendo la escoba. Jenny se despidió de ambas y se encerró en su habitación. Ella fue la segunda en nacer. Siempre llevaba el pelo suelto, de un hermoso color castaño, y a diferencia de su hermana mayor, su busto había crecido considerablemente. Sus piernas eran largas y esbeltas. Era, sin duda, la más guapa de las Oridiosas. Al menos, eso era lo que le decía el hijo del panadero, un apuesto joven rubio, que mantenía una especie de relación secreta con Jenny.

La primera vez que se vieron, hubo una inmensa conexión entre ambos. Él, nervioso, dejó caer la bandeja llena de pan al suelo. Inmediatamente, se ganó una reprimida de su padre. Jenny sintió algo de pena, pero sin darse cuenta, sus mejillas estaban ardiendo en calor. Días después, con la excusa de ir a comprar el pan de la tarde, Jenny y David empezaron a tratarse con frecuencia. Ella reía ante sus chistes, aunque no entendiese la mayoría, pero había aprendido que a los hombres se les debían tener contentos. Habían prometido que ni su padre ni sus hermanas debían enterarse, por lo que prefirieron mantener sus encuentros en secreto. Jenny se acostó sobre la cama, pensando en su amado David. Soltó un largo suspiro y, antes de caer rendida en los brazos de Morfeo, recordó el primer beso entre ambos.

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