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La mañana del 09 de octubre ocurrió una tragedia en el pueblo. La casa de Morelia ardió en llamas, con todas sus pertenencias dentro. Para suerte de ella, sus 8 hijos lograron salir ilesos. También era una mujer viuda, que vivía de la pensión de su difunto marido, y algunos que otros trabajos que hacía en la comunidad.
Era devota a la iglesia, y siempre parecía estar dispuesta a ayudar a los demás, aunque su único defecto era su lengua. Sin necesidad de un periódico, el pueblo se enteraba de las novedades gracias a Morelia. Ella parecía saberlo todo de todos, y lo que no sabía, lo inventaba. Era difícil guardar un secreto, y tenía la costumbre de visitar todas las casas para observar lo que había adentro.
Tenía cuatro niños y cuatro niñas; los últimos eran gemelos, unos pequeños traviesos de 5 años. Los tuvo cuando recién quedaba viuda. Al pasar los años, afrontó toda la responsabilidad para criar a todos sus hijos. Los dos mayores, Ramón y Oriana, le fueron de ayuda. Ramón estaba próximo a terminar sus estudios universitarios. Todos los lunes se iba a la ciudad más cercana, donde quedaba su universidad, y regresaba el viernes por la tarde. Cursaba derecho, y aquello era un orgullo para Morelia, que siempre lo recalcaba entre los demás.
Oriana, por su parte, ayudaba a los quehaceres del hogar. Pero Morelia ya le estaba buscando pretendientes, ofreciéndola como si se tratase de un pedazo de carne. Ella decía que debía casarla antes de los 22 años. Luego le seguía José, que siempre acompañaba a su madre a todos los sitios que visitaba. No hablaba al menos que Morelia lo permitiese. Siempre permanecía callado, pero con una mirada fija y penetrante.
El día del incendio, Ramón acababa de llegar de sus estudios, y se fue a la biblioteca del pueblo para unos deberes. El último año estaba siendo difícil, y aunque su madre no lo supiera, estaba pensando en la idea de abandonar su carrera. Oriana, por su parte, terminaba de lavar la vajilla, mientras cuidaba a los gemelos y a sus otros tres hermanos. José había salido con Morelia al pueblo de compras. Oriana ya se sentía cansada de la monotonía. Envidiaba en el fondo las aventuras de su hermano Ramón en la ciudad; ella quería lo mismo, pero cuando se lo hizo saber a su madre, ésta echó a reír. Dijo que no podía abandonarla al menos que la desposaran. Distraída en sus pensamientos, no se percató de los gemelos, que jugaban con la vela que esa misma mañana su madre le había encendida a la virgen.
De pronto, un olor a chamuscado le invadió. Desesperada, notó como la sala se quemaba, sus hermanos estaban en la cocina, junto a ella, asustados. Como pudo, alzó a los gemelos en cada brazo, y los otros tres, que ya estaban algo grandes, la siguieron hasta la salida. Desde afuera, ya se veían como las llamas se alzaban hasta el cielo, llevándose todo a su paso.
Para suerte del pueblo, el fuego se extinguió, acabando solo con la casa. Y, como si se tratase de un milagro, la estatuilla de la virgen permaneció intacta, cubierta sólo de los residuos del incendio. Morelia rompió en llanto, desesperada. Ese día, entre los demás vecinos, ayudaron a limpiar. El alcalde le aseguró a la mujer que reconstruiría su casa gracias al seguro de su difunto marido, pero era un trámite que demoraría algunos meses.
Esa noche, tras una larga reunión entre los habitantes del pueblo, llegaron a la idea de acoger a Morelia y a sus hijos, de manera temporal, en sus casas. Morelia se quedaría con Prudencia, quién vivía sola en una pequeña casa. Ramón, y sus otros tres hijos, se quedarían en casa del señor Patiño, el dueño de la panadería. Oriana, los gemelos, y José, vivirían en casa de las Oridiosas. Juliana ofreció su hospitalidad amablemente. Ella y Jenny dormirían en un mismo cuarto, para ofrecerles el otro a los invitados. Enma, María y Teresa compartían otra habitación, y la madre de ellas, poseía una propia. María, al enterarse de la noticia, pegó el grito al cielo. Esa noche llevaba sobre el rostro una mascarilla de aguacate que había preparado delicadamente. Cuando vio a los invitados entrar por la puerta principal, se sonrojó exageradamente; entre ellos estaba José y ella ahí, de pie, en sus peores fachas, con la cara pintada de verde.
—No es recomendable dejarla mucho tiempo —comentó Oriana, sonriendo, refiriéndose a la mascarilla.
Enma y Teresa, que venían con ellos, pasos más atrás, rieron; María no dijo nada, y tras unos segundos, salió corriendo y gritando hasta el baño. No podía creerlo. Viviría con José por unos meses. Su corazón se aceleró entre la emoción y la vergüenza de haber sido vista así.
–Están en su casa —anunció Juliana—. Ya les muestro la habitación en donde van a dormir.
Jenny se había quedado acomodando los últimos retoques para los huéspedes. Pasó sus cosas a la habitación de Juliana, y desocupó la suya. Estaba haciendo lo que prometió, ser más eficiente y ayudar a su hermana. Luego de la ruptura con David, se sentía otra. Se levantaba igual de temprano que Juliana, y se encargaba de hacer el desayuno. Al principio, las chicas se quejaron; no estaban acostumbras a probar su comida, pero con los días, fue mejorando. Por las tardes, Enma le daba clases, después de asistir a la escuela.
Jenny había abandonado los estudios hace tiempo, por lo que estaba completamente atrasada; quería ser igual de elocuente que su hermana menor. Enma le transmitía lo que le enseñaba la maestra Sevilla, y toda esta situación le resultaba divertida. No sabía qué quería ser a futuro. Su maestra le decía que tenía madera para enseñar a los demás; pero Enma no estaba de acuerdo. Ella no era buena con los números, ésa era su debilidad. Todavía le faltaba por entrar a la universidad, por lo que tendría tiempo para pensarlo bien; pero, de lo que sí estaba segura, es que continuaría los estudios.
Enma lamentó lo sucedido en casa de Morelia, y fue quien le sugirió a su hermana mayor ofrecer su casa para que vivieran por un tiempo. También se tomó la molestia de hacer unas pequeñas pulseras que le entregó a cada hijo de Morelia. Todos le agradecieron, usándolas automáticamente. Los gemelos, en un momento de saltos y juegos, rompieron las pulseras; Enma les prometió hacerles nuevas.
Aquellos dos pequeños tenían suficiente energía. Pasaban horas jugando y no se cansaban. Se levantaban pronto y se hacían notar. Oriana pedía disculpas por las incomodidades y las travesuras que ocasionaban los pequeños, pero a ninguno les molestaba, parecía haber traído alegría a esa casa. Todos menos María, a ella sí les molestaba. Siempre les decía que si seguían así, entraría un loco por la puerta y se los llevaría para siempre. Ellos reían y le restaban importancia. Sin embargo, estaba la otra contraparte, mientras se llenaba de iras con los gemelos, suspiraba a escondidas con la presencia de José. Él ayudaba a Juliana en las labores de la tierra y María se tomaba el tiempo de llevarles jugo para que se refrescaran. Tantas atenciones no pasaron desapercibidas ante los ojos de Juliana, que le advirtió que no molestara al hijo de Morelia. María se enfureció. Ella no era ninguna niña para que le prohibiesen las cosas; pero en parte, no debía perder su objetivo: encontrar a un buen hombre con dinero que la hiciera su esposa.
Próximamente, se celebrarían las fiestas del pueblo, donde asistían personas de otras ciudades. María había escuchado muchas historias. Hace dos años, Rebecca, la hija de una vecina, conoció a un abogado de la ciudad que la hizo su esposa, y aunque nunca más volvió al pueblo, se dice que vive con comodidades en la gran ciudad. Ésa era la suerte que necesitaba María. Estaba ahorrando desde hace meses algo de dinero para poder comprarse unos vestidos que la hicieran lucir hermosa en los días de fiestas.
Continuará
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Las Oridiosas
Teen FictionEn un pequeño pueblo, a lo lejos de la ciudad, viven las hermanas Oridiosas; Enma, Teresa, María, Jenny y Juliana, quiénes, a pesar de sus distintas personalidades, conviven para sobrellevar la muerte de su padre, la ausencia de su madre, el machism...