Capítulo 23 - El sonido de la lluvia

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De no haber estado totalmente petrificado por el terror habría llorado con su llegada. Tal era el nivel de tensión y de estrés al que estaba sometido en aquel momento que tan solo necesité que la aparición de Gabriel Verdugo cambiase el rumbo de Botan Takano para caer desmoronado de rodillas al suelo.

Temblaba y lloraba de miedo y de angustia...

Lloraba de pura desesperación.

Los vampiros, mientras tanto, se estaban acercando el uno al otro. Primero con precaución, sobre todo Botan, que parecía un gato a punto de saltar sobre su enemigo. Después, a apenas unos metros de distancia, aceleraron el paso para fundirse en un cálido abrazo.

Un abrazo cargado de cariño y amor fraternal que provocó que de nuevo se instalase el silencio en el matadero... un silencio sobrecogedor que ponía en evidencia lo que allí había sucedido. Más allá de los cristales rotos el amanecer empezaba a hacer acto de presencia y una tenue luz ambarina revelaba la sangre y los cadáveres que cubrían los suelos. La matanza había sido mucho peor de lo que habría imaginado: habían muerto muchos vampiros, sí, pero también muchos humanos.

Demasiados humanos.

Un escenario estremecedor que provocó el llanto en un Botan Takano al que las circunstancias parecían haber superado.

—Llevo tanto tiempo buscándote... —escuché que le decía Gabriel, rodeándole las espaldas con los brazos—. Dios mío, Botan, ¿por qué no respondiste a mis llamadas? ¿Por qué has hecho todo esto? Podría haberte ayudado. Podría...

—No podrías haber hecho nada por mí, hermano —respondió el vampiro con amargura, alejándose unos pasos—. No podrías haber hecho nada... yo... yo... —Botan giró sobre sí mismo, contemplando con horror el escenario que la luz iba arrancando de las sombras. Era estremecedor—. Yo intenté evitarlo... intenté que no siguiesen mi destino... intenté que descansasen en la eternidad, pero ellos nos despertaron. Ellos... ella me despertó. Aiko...

—No sigas envenenándote, Botan, no sirve de nada —se apresuró a decir Gabriel, leyendo en su semblante las palabras que no había llegado a pronunciar—. Fue él, ¿verdad?

El vampiro asintió con amargura. Su cabello negro, hasta entonces recogido en una elegante colega, ahora caía alrededor de su rostro, enmarcando un rostro castigado por el cansancio y la tristeza. Parecía tremendamente cuerdo en aquel entonces... pero la sombra poco a poco se estaba apoderando de sus ojos amarillos. Los estaba tiñendo de un carmín que pronto los transformaría en dos bolas de sangre iracundas.

El veneno en la sangre, comprendí. Probablemente estuviese conteniéndose, pero el veneno le consumía... devoraba la humanidad que había en él.

Lo transformaba a pasos agigantados en la bestia de la que tanto había hablado Conrad.

—Ha destruido absolutamente todo en nuestras vidas, Gabriel... todo cuanto amaba... y ahora yo le he destruido a él. Yo le he arrancado el alma, tal y como deberías haber hecho tú hace muchos años.

—Debería haberlo hecho, sí —admitió Verdugo con pesar—, pero entonces le habríamos dado la razón. Esperaba que actuásemos como monstruos, y le demostré que no lo éramos. Le demostré que...

—¿Y acaso no lo somos? —le interrumpió Botan, retrocediendo unos cuantos pasos más.

Se detuvo frente al cuerpo en llamas, pensativo, y lo contempló durante unos segundos antes de apartarlo con una fuerte patada. El cadáver rodó sobre sí mismo hasta estamparse al fondo de la sala, donde siguió ardiendo durante largo rato.

Respiró hondo en un gesto tan humano como innecesario.

—Somos familia, Gabriel. Me hubiese gustado que estuvieses presente, pero seré yo quien te lo anuncie antes de que la oscuridad acabe apoderándose de mí. Se han casado, hermano. Se han casado... por fin lo han conseguido. Ojalá hubieses podido verlo. Ojalá...

El sonido de la lluviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora