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Sería una mentira decir que durmió bien. Le costó un montón conciliar el sueño y después se despertó antes de que la alarma cantara. Se propuso hacerse un buen café negro y tener preparada el agua caliente para el mate, para cuando se oyera la alarma ajena. Se quedó mirando la encimera de la cocina con cansancio cuando escuchó ruido en la pieza de Martín: música que no era su alarma y su voz. Parecía una llamada, pero el murmullo era muy bajo para cazar alguna palabra y quién llamaba hoy en día, más un sábado temprano.

Al rato, Martín salió con el pijama desarreglado y se movió hasta la cocina, con el celular todavía pegado a la oreja. Manuel ya estaba calentando el agua para el mate mientras le ponía azúcar a su café y lo observó con curiosidad.

Había venido a buscar el calendario que estaba pegado en la heladera. Allí, Martín organizaba sus clases, cosas de trabajo y salidas boludas que hacía.

—Mirá, como poder, puedo. ¿Hasta cuándo te puedo confirmar? —Martín frunció el ceño y asintió para sí mismo—. Dale. Nos estamos hablando entonces, besos.

Manuel enarcó una ceja. Martín se acercó y le besó la comisura de los labios, lo cual hace que casi se le caiga la taza de las manos. No había manera de que se acostumbrara a algo así. Eran las nueve de la mañana y ya estaba nervioso, ¿Cómo era posible? Quería enterrar su cara en el café hirviendo y borrarse la cara.

—Me ofrecieron dar clases.

—¿Eh? —Manuel regresó a la realidad y se aclaró la garganta—. ¿Clases de qué?

—De tango.

—Genial.

—No sé si quiero dar clases.

Manuel bufó al tiempo que la pava lo hacía, entonces apagó el fuego y le echó una mirada de incredulidad.

—¿Por qué prefieres seguir trabajando en el mismo lugar penca en vez de hacer algo que te gusta? Oe, ni yo llegué a esos niveles de autosabotaje.

Martín se burló con los gestos, poniendo la yerba en el mate. Cuando se ponía así de desagradable y terco Manuel no sabía cómo reaccionar para no pelearse por tonterías, por lo que desistió de la idea de desayunar juntos.

—Ay, cerrá el orto —le contestó él con peor humor—. Quiero ser profesional, pero no así; no quiero convertir mi hobbie en mi trabajo de esta manera, si después lo odio, ¿Qué hago?

Manuel hizo un mohín y lo esquivó, buscando salir de la cocina cuando Martín lo interceptó con el mate todavía en la mano y la expresión de molestia. Le besó los labios rápidamente, y todavía con frustración en la voz, dijo:

—Gracias por calentarme el agua —y abandonó la cocina, dejándolo confundido y con un café enfriándose entre sus dedos.

Pasó la tarde repasando el calendario acádemico, chequeando pormenores del cuatrimestre que le quedaba, tirado en el sillón con la esperanza idiota de que Martín saliera de su cuarto. No quería molestarlo, a pesar de que no dejaba de pensar en él, en qué estaba haciendo, por qué tardaba tanto en bañarse y por qué se ponía perfume hasta para andar en la casa (y por qué al olerlo después le disparaba todas las emociones juntas). Esperar a que se hicieran las cinco para que el chino abriera era una tortura: tenía pensado comprar algo de pescado enlatado sólo para tener la excusa de ir y comprar preservativos, y si preguntaba diría que estaba antojado (de pescado, no de Martín... o eso es lo que diría, porque claramente era al revés).

Un mimo en la nuca descubierta le hizo estremecerse y cuando miró para atrás, Martín estaba parado detrás de él.

—Fuaa cuánto estudiás —observó su cuaderno en blanco y las fotocopias desparramadas por todos lados.

Convénceme - ArgChiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora