PROLOGO
Las características personales para ejercer la profesión de sicario que nos
vendía en décadas pasadas la televisión eran bien definidas. Se trataba de
seres elegantes, anónimos, con mil rostros y contratos millonarios, quienes
cumplían el encargo con inmensa sofisticación y desaparecían discretamente
de la escena.
En buena medida, todos habíamos asumido esta imagen como verdadera
cuando la muerte comenzó a ser negocio lucrativo en Colombia. Nos hablaban
de "el de la moto" y nos representábamos inmediatamente una especie de
rambos criollos, máquinas frías e insensibles de la muerte. Además, el hecho
de que la mayoría de asesinos por contrato fuesen de Medellín confirmaba la
tesis de que a esa ciudad la habla consumido el afán de lucro impuesto por el
narcotráfico. Así, las organizaciones de la muerte se ubicaron como apéndices
funcionales de los llamados carteles, de la droga. (11) Pero cuando los sicarios
y sus allegados empezaron a hablar, las cosas cambiaron. Como por encanto
aparecieron las exculpaciones y la madeja se enredó. Constatamos que las
condiciones de pobreza determinaban las formas de buscarse el sustento. Que
bandas completas podían ser contratadas por cualquier parroquiano a la vuelta
de la esquina. Y que los profesionales de la muerte eran apenas niños,
portadores de unos valores que la sociedad difícilmente comprendía.
Se abrió paso así a una especie de sentimiento de culpa colectivo. Todo el
mundo pareció comprender el fenómeno y los victimarios se trastocaron en
víctimas. No pocos comenzaron a mirar a los niños sicarios con cierta simpatía
o por lo menos con esquiva admiración. La fórmula mágica de los diálogos de
paz comenzó tímidamente a insinuarse y no faltó quien alegara
vehementemente que ellos sólo eran los instrumentos materiales de una
intolerancia nacional que nos está aniquilando. Adherir críticamente a una
cualquiera de estas interpretaciones es sumamente peligroso. Es igualmente
maniqueísta quien presenta al sicario como un enfermo paranoico como aquel
que lo absuelve por ser un producto de la marginalidad.
La obra de Alonso Salazar nos presenta en forma comprehensiva el fenómeno
de la cultura de las bandas juveniles de las comunas nororientales
medellinenses sin caer en los extremos anotados. Y, para hacerlo, escoge una
vía novedosa: rescatar las versiones de los protagonistas.
No se trata únicamente de oír a los jóvenes que han hecho de la muerte su
negocio. El libro nos trae también los relatos de madres, amigos, enemigos,
activistas barriales, sacerdotes. De esta manera se traza un complejo y
contradictorio mapa que determina la creación y valoración social del sicariato.
Desde la frialdad de las letras nos inunda la muerte cotidiana. No hay héroes ni
vencedores. La vida, a pesar de su misterio, se hace efímera y rastrera. Es una
historia en la que todos somos perdedores. Pero no por la representación de la
locura o del sinsentido. Por el contrario, sobran las razones. Las tienen quienes
contratan por dinero y aquellos que limpian de indeseables las comunas.Pocos escritos como el presente nos llevan a los límites de esta sociedad
fracturada. Este trabajo investigativo nos lanza sin miramientos a la
constatación de nuestros vacíos como comunidad humana: la insolidaridad, la
dificultad para encontrar valores comunes, la confusión moral a que lleva el
lucro como sentido último de la existencia. Por ello no basta con reconocer que
todos tenemos un poco de culpa en que los sicarios sean una realidad en
nuestro medio. Es necesario desentrañar lo que nos hace responsables: cuáles
actitudes de la guerrilla, la policía, la clase dirigente, la izquierda, el
narcotráfico, los sacerdotes, las madres o los jóvenes promueven la generación
de bandas.
Se trata de una tarea vital para quienes estamos empeñados en proponer
soluciones integrales que disminuyan los factores de violencia de nuestra
sociedad. Sólo descubriendo la compleja raíz social que da origen a las
conductas sociales es posible proponer acciones que realmente incidan de
conjunto en la problemática.
Para llegar a ello es necesario desprendernos de la morbosidad con la que nos
hemos acostumbrado a ver y leer todo lo relacionado con el tema. Este no es el
"último y total" testimonio de los sicarios. Tampoco contiene "secretos inéditos”
de las bandas ni es un pliego de acusaciones contra el Estado, la Iglesia o la
Policía.
En buena medida es la construcción de una obra de vida sobre la muerte. Es
un trabajo que se ha creado a partir del dolor por las ausencias. Su síntesis es
el esfuerzo humano por antonomasia: entender para poder actuar.
El Centro de Investigación y Educación Popular CINEP ha orientado gran parte
de su esfuerzo investigativo hacia el análisis de nuestra realidad con miras a
aportar en el camino hacia soluciones concretas que posibiliten una patria más
fraternal, justa y solidaria. En ese mismo orden de ideas, estamos convencidos
deque este documento que hoy presentamos a los lectores será una
herramienta indispensable para todos aquellos que quieran acercarse con
seriedad y (14) profundidad al fenómeno de las bandas juveniles de la comuna
nororiental de Medellín.