Capítulo 2

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Las calles de El Valle pasaban inadvertidas dejando al azar, sin pasar por alto a la suerte, la presencia de algún ser vivo a esa temprana hora del nuevo día que comenzaba.

La primavera, en todo su esplendor, calmaba la suave corriente de aire de las tardes cuando entraba la noche.

El espacio físico que ocupaba El Valle, se engarzaba como un diamante en una joya de elevado valor. Enmarcada por una llanura y protegido por una cadena montañosa a escasos metros del mar, logrando que sólo llegasen los restos de la potente ventisca marina a la zona urbana. Es por eso que la zona más hermosa de El Valle, quedaba oculta y protegida.

Andrés Suanish conducía pensativo y ansioso mientras se dirigía al único lugar donde apostaba que encontraría esa brisa que le devolvió la fe. Siempre se guio por las señales que se presentaban. Miraba todo a su alrededor, y nunca creyó en las casualidades. “Si algo pasaba, por algo era. Seguramente encontraría explicaciones en un futuro no tan lejano”.

Muchos sentimientos desfilaron por su mente. Varios fotogramas de su paso por el mundo, se presentaron como imágenes nítidas cargadas de un realismo imperceptible; sus inicios, su lucha interminable por ocupar el lugar que desde siempre anheló, su capacidad creativa paralizada, y la sensación de esperanza que estaba pronto a encontrar.

La ausencia del movimiento de las copas de los árboles de su parque, al momento de sentir las caricias en su rostro, lo incitaron a salir a buscar el lugar donde el viento soplaba con fuerza y suavidad; porque el convencimiento de que allí encontraría algo, era tan urgente como sus manotazos desesperados por salir del hueco.

Dio una vuelta pronunciada y al cabo de unos minutos, se encontró transitando la avenida costanera. Sonreía de emoción al comprobar que sus sospechas eran ciertas: los árboles de la costa se meneaban casi violentamente, saludándolo al verlo llegar.

            –Así que aquí están – dijo mirando hacia arriba.

Estacionó el coche de forma desprolija sin considerar que la zona para estacionar no mostraba otro vehículo que le impidiera hacerlo correctamente,  y se bajó deprisa. Corrió en dirección al muelle, y sin dejar pasar los segundos, se subió a la baranda extendiendo sus brazos para recibir agradecido eso que el mar quería darle y esperó. La misma brisa, aquella que iluminó su eterna oscuridad, hizo bailar su pelo sin control. Al cabo de unos minutos se sintió un idiota.

A un costado, dos pescadores lo miraban temerosos, y a pesar que sus cañas se quebraban indicando que un pez luchaba por su vida allí abajo, no le quitaban los ojos de encima. Y no era para menos, ¿De que manera observarían ustedes a alguien que llega en medio de la noche, se sube a una baranda del muelle, y abre los brazos esperando el momento justo para decir “adiós”?

El regreso fue lento, pausado e invadido de decepción. Al tomar la calle Rosen, todo le pareció inútil. El camino de vuelta a su hogar no tenía la calidez de aquellas tardes de otoño, cuando el asfalto se cubría de un tono ocre por las hojas secas que bajaban para acolchar la calle y las veredas. Ahora sólo faltaba que lloviera para entonar el escenario y adaptarlo a su peor estado de ánimo.

El escritor de la tragediaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora