*2*

1K 140 4
                                    

Aquí la rutina es diferente, en vista de que se trabaja por turnos, el conteo de los prisioneros se hace en menos de una hora, eso lo comprobé ese mismo día, cuando pude ir a mi barraca a eso de las ocho de las noche.

—¿Cómo te llamas? —me pregunta una chica; es la misma que me extendió el pañuelo horas atrás.

—Charlotte —contesto.

—Un gusto, soy Marianne. —Me extiende la mano y un tanto dudosa, la recibo.

—¿Hace cuánto trabajas aquí?

—Seis meses —responde; nos detenemos frente a una litera de tres pisos—. Puedes dormir aquí si quieres.

Los camastros, cubiertos de heno, son iguales a las de mi antigua barraca, la diferencia es que aquí, por lo que observo, cada chica puede acostarse en una cama diferente. Aquello representa un gran alivio, ya que con más de cinco personas durmiendo en la misma cama, me era casi imposible no enfermarme.

—Toma, te las regalo —dice, extendiéndome un abrigo y unas cobijas.

—Gracias —le sonrío.

Marianne tiene el cabello rizado y por los hombros.

Alguna vez también lo tuve así; alguna vez, aunque ya no recuerde cuándo.

Ella se quita el uniforme que usó para trabajar y se coloca un vestido verde; no es una tela fina, ni mucho menos elegante, pero se me hace el vestido más hermoso que he visto en mi vida.

—Ya con el tiempo podrás comprarte tus propias cosas —comenta.

—¿Mis propias cosas?

Finjo sorpresa, abriendo mis ojos en su máxima expresión, aunque para nadie es un secreto el tema de los robos, sobre todo en la zona Rosa.

Sin embargo, después de ver a todos esos guardias y los castigos que imponen, me pregunto cómo es que alguien tiene valor para robar.

—Sí —asiente, peinándose el cabello—. Ya pronto conocerás cómo funciona la vida aquí.

—Marianne, ¿aquí hay baño? —inquiero—. Me refiero ¿puedo tomar una ducha?

—Claro que sí, solo que ya están cerradas.

—Oh...

—Pero puedes bañarte mañana en la mañana, mientras tanto te puedo conseguir un poquito de agua para que te laves.

—Te lo agradecería —le digo.

Mientras ella va por el agua, no puedo dejar de pensar en lo que me dijo aquel hombre. Me siento avergonzada, siempre fui una mujer aseada; pulcra, y me siento tan asqueada de quien soy: de lo que ellos hicieron de mí. Una vez Marianne regresa con el agua, lavó las partes de mi cuerpo que puedo; al menos esas esas en donde se acumulan aquellos olores desagradables.

—En mi antigua barraca no teníamos agua —le cuento—. Y solo nos dejaban bañarnos una vez cada quince días.

—Aquí también era así, pero desde que llegó el nuevo comandante todo cambió. Fue el quien nos proporcionó el agua y los baños.

—Vaya —suspiro, preguntándome cómo es que aquel hombre de mirada diabólica pudo hacer algo bueno por un enemigo del estado.

Me coloco el abrigo y me siento en el borde de la cama. Cierro los ojos por un par de segundos y aquel heno, se transforma en un colchón blando, como el que algunas tuve cuando vivía en casa de mis padres. Recuerdo la risa de Agnes, mi hermana mayor: la veo, allí, junto a mí, contándome sobre aquel chico que conoció en la plaza y con el cual, algunos meses después, se casaría. Me dejó caer sobre la supuesta cama, de lado, sin querer regresar a la realidad, y veo a mis padres discutiendo sobre qué se hará de cenar. Incluso veo a Bonny, mi perro, moviendo su cola cuando me ve llegar. Veo una vida: una vida que ya no tengo.

—Charlotte —escucho la voz de Marianne, y abro los ojos—. ¿Quieres venir a cenar con nosotros?

—¿Cenar? —Arrugo la frente—. ¿Ya no cenamos?

Ella ríe y niega con la cabeza.

—¿Ese trozo de pan con margarina te parece una cena?

—No, pero...

Tira de mi mano haciendo que me levante.

—Ven.

Ella se echa a andar y yo me siento contrariada; por una parte quiero ir, pero por otra tengo dudas: no sé si sea buena idea confiar en alguien que acabo de conocer.

—¿Qué esperas? Vamos —me anima y, finalmente, le sigo.

Marianne me lleva a una habitación en la parte trasera de la barraca, destinada a la líder, otra prisionera más, pero con un rango superior entre nosotras.

—¿Qué hace ella aquí? —espeta la mujer que abre la puerta, mientras me observa con cierto desdén.

—Es mi invitada —responde mi compañera.

Me vuelve a mirar; por los pliegues en sus ojos y frente, debe tener una edad contemporánea con mi madre.

—No la quiero aquí —sentencia.

—Agatha, por favor, no ha comido bien en mucho tiempo.

La mujer me vuelve a mirar; noto algo de compasión en su mirada fría.

—¿Qué pasa aquí? —Otra mujer aparece detrás de nosotros.

Agatha se tensa.

—Marianne trajo a la nueva, Lucrecia —le dice, entonces, comprendo que es ella la líder.

Trago saliva y bajo la cabeza, pensando que en cualquier momento me golpeara por estar fuera de mi cama.

—Sabes muy bien que para ser miembro de este grupo tiene que ser mi invitada, mostrarme su lealtad —dice Lucrecia.

—Lo sé, pero... por Dios, acaba de llegar, además, te traje algo más a parte de la comisión diaria.

Me atrevo a levantar la mirada; a Lucrecia le brillan los ojos.

—¿Algo más?

Marianne asiente y saca una pepita del bolsillo de su blusa; Agatha lo muerde comprobando que no es falso.

—Es un diamante —constata Marianne.

—Sí, lo sé.

Mi compañera sonríe.

—Entonces, ¿puede entrar?

Lucrecia duda y mira a Agatha.

—¿Tu qué piensas? —le pregunta.

Ella me vuelve a mirar, pero ya no hay desprecio en sus ojos.

—Que Marianne hizo un buen trabajo.

Lucrecia sonríe.

—¿Eso es un sí? —quiere saber Marianne.

—Sí, puede pasar.

Marianne pega un gritico y aplaude, como una niña pequeña a la que le cumplieron un capricho. Para ese instante me siento tan preocupada por lo que me depara en aquella habitación, que si no es porque Agatha abre la puerta por completo dejando escapar el olor de la comida, hubiera corrido de regreso a mi cama. 

Oscuro y SalvajeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora