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A las seis de la tarde nos sacan a todas; estamos frente al taller donde trabajamos, en formación.

Logré encontrar alrededor de cien joyas preciosas, dinero de distintas nacionalidades y hasta algunos alimentos; todo lo he tenido que depositar en los cofres, a excepción de esta pepita de diamante que he escondido entre mis pechos.

Un par de minutos después, se nos unen otros grupos, que vienen de distintas secciones de la zona Rosa y, entonces, sí, empieza el conteo de prisioneros.

Elevo la mirada y observo el balcón, decorado con flores rojas artificiales, flores asociadas al amor y la pasión; sin embargo, yo solo logro sentir sus espinas, clavándose en mi cara.

El comandante está allí.

Nos observa: me observa.

El estómago se me revuelve.

No más.

No soporto mirarlo.

Bajo la mirada hacia el suelo y el rostro de los hombres que me trajeron aquí junto a mi familia, aparece en mi mente. Escucho los gritos y las suplicas de mi madre, queriendo protegernos, la dulce y tranquilizadora voz de mi padre, diciéndonos que todo estaría bien, y el llanto de Agnes, diciendo que éramos inocentes.

No escucharon: a nadie le importó.

—¡Tú...! —una voz me hace dar un respingo.

El comandante ahora está aquí; señala a la chica que está delante de mí y, acto seguido, a tres chicas más.

Todas son desnudadas frente a nosotros y revisadas por las capatazas; solamente a una de las seleccionadas le encuentran una barra de chocolate. Seguidamente, la arrastran a la mitad del terreno y la amarran de espalda a nosotros, mientras las otras regresan a su lugar.

—¡Todo aquel que se atreva a robar al imperio, será castigado! —exclama el comandante y, acto seguido, saca un látigo.

Tiemblo; esa chica pude haber sido yo.

—¡Uno! —golpea.

—¡Ah!

Cierro los ojos ante aquel grito y apretó los dientes, como si el golpe me lo hubieran dado a mí.

—¡Dos!

El grito se vuelve más aterrador y un dolor se apodera de mi garganta.

¡Dios, solo fueron chocolates!

—¡Tres!

Las lágrimas bañan mis mejillas; necesito tranquilizarme.

Pienso en música.

En la calma que me daba cantar.

Los gritos se mezclan con en el sonido del piano y de mi voz, entonando una aterradora melodía.

—¡Cuatro!

Me veo a mi misma en el teatro; toda mi familia me aplaude y la encargada del concierto, me entrega unas flores.

—¡Cinco!

El público grita y al principio, no entiendo qué pasa, entonces, veo a los guardias haciéndose paso entre la multitud: esa fue mi última noche en libertad.

—¡Seis!

Levanto la vista, regresando al presente, un presente turbio y violento, que no me deja de lastimar.

La mujer acusada de robar chocolate ya no grita; el comandante se detiene y nos vuelve a mirar.

No me muevo.

No hablo.

Soy una estatua: una estatua que por dentro se cae a pedazos.

Me giro para mirar a Marianne, aunque intento conciliar el sueño, no dejo de pensar en aquella chica.

No es de nuestra barraca, es más, ni siquiera he cruzado una palabra con ella, pero no puedo dejar de sentir pena por lo que le pasó.

—¿Dónde llevaron a la chica que golpearon? —le pregunto.

—Al barracón de los castigados, allí pasará unos días.

—¿Y quién curará su heridas?

—Mañana el doctor la revisará.

—¿Quiere decir que pasará toda la noche con dolor?

—Charlotte —suspira—. Ella tiene suerte de estar aquí, y tú lo sabes bien.

Asiento, resignada; me duele aceptarlo, pero ella tiene razón. En el resto del campo, después de un castigo, no tienes ninguna de posibilidad de recibir atención médica. Para ser trasladado a uno de los hospitales del campamento, tienes que estar padeciendo alguna enfermedad grave, y, en ocasiones, es mejor no ir, pues es un lugar insalubre y lleno de infecciones, en el cual solo lograrás complicarte.

—¿Alguna de ustedes tiene un analgésico? —pregunto.

—Yo no, pero tal vez... —Ella duda de continuar—. ¿Por qué? ¿Qué pretendes?

—Ir a donde la tienen. Aliviar su dolor.

—¿Qué? —replica—. Es una locura, además, el barracón está lejos.

—No tanto —interviene Micaela, asomando su cabeza desde la litera de arriba.

Marianne niega con la cabeza, y añade:

—De igual forma, la barraca es vigilada.

—Por Arthur —replica Micaela.

Marianne rueda los ojos y le espeta:

—No me ayudes tanto. ¿No ves que intento que no se meta en problemas?

—¿De qué sirve lo que hacemos si no ayudamos a quien lo necesita? —enfrento a Marianne—. En mi antigua barraca nadie tenía la posibilidad de ayudar. Pero aquí es diferente.

—No. Nosotros sí ayudamos —se defiende Marianne—. Solo que somos más cautelosas; inteligentes, y no impulsivas.

—Ella está sufriendo —añado.

Marianne agarra una bocanada de aire, dudando de qué hacer.

—¿Tú que piensas, Micaela? —le pregunta.

—Que podría distraer a Arthur mientras ella lo hace.

Marianne se lleva la mano a la cabeza y agrega:

—¿Y si las descubren?

—No seas ave de mal agüero, todo saldrá bien —la anima Micaela, y me dedica una sonrisa—. No te preocupes, yo te ayudo.

—Gracias. —Le devuelvo la sonrisa—. ¿Y quién cree que tenga los analgésicos?

Marianne mira hacia las literas del frente, y responde:

—Agatha.

—Vieja bruja —murmura Micaela.

—Hablaré con ella.

—No —me detiene Marianne—. Yo lo haré.

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Usuario: NathaschaVzla

Oscuro y SalvajeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora