Nerea

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Mi madre me llamó antes de morir. Escuché su voz agonizante invadir mis pensamientos y, aterrada, nadé lo más rápido que pude a la cueva donde vivíamos. Una vez ahí me acerqué a su lecho y tomé su mano.

—Iba a ir a cazar, mamá—dije.

—Ya no hace falta—respondió ella con dificultad—. No creo soportar otro día. Quiero que me escuches con atención.

Asentí con los ojos muy abiertos.

—Has nacido con una voz especial y muy poderosa, también con esas manchas tan bonitas en tu cola—ella apretó ligeramente mi mano—. Sé que todas a tu alrededor te dicen que serás una gran furia cuando crezcas, que podrás hundir barcos enteros, pero quiero que me prometas que nunca lo harás. No quiero que lastimes a ningún ser humano.

—Pero los hombres de tierra nos...

—Lo sé, mi amor, lo sé. La mayoría de ellos nos lastiman, pero no todos. Yo tuve mi historia con uno mucho tiempo antes de que tú nacieras. Y ahora te obsequiaré las dos cosas que él me dejó. Quiero que las atesores.

Contemplé su rostro pálido y los cabellos rubio oscuro que flotaban a ambos lados de su rostro. Era muy hermosa y la enfermedad no le había quitado ni un poco de su belleza. Ella sonrió y alzó el otro brazo para acariciar una de mis mejillas.

—Mi amado me dio un nombre—dijo—. Y ahora te lo dejaré a ti.

Me estremecí. ¡Ella me daría un nombre! Algo muy preciado para los seres humanos.

—También te dejaré mis recuerdos con él. Te quiero mucho, mi pequeña—esbozó una leve sonrisa—. Mi pequeña Nerea.

Mi madre me miró con una sonrisa. La contemplé en silencio, abriendo mi corazón a todas esas memorias que me invadían lentamente: un hombre sonriente de rostro angelical y grandes ojos castaños danzó dentro de mi mente; sentí sus brazos, sus besos y escuché sus dulces palabras. En solo unos segundos lo conocí, lo amé, lo vi envejecer y morir.

Mi madre cerró los ojos y el agarre de su mano flaqueó. Había muerto.

Mamá...

Estaba triste porque ya no volvería a verla, pero también feliz de saber que tuvo una buena vida y un romance tan bello. Después de enterrarla y decorar su tumba con rocas y algas, me adentré a los confines del océano, donde nadaban los bancos de peces pequeños como las sardinas y los atunes. No necesitaba mis garras para cazar, pues me bastaba con entonar una melodía para atraerlos. Solía comer dos o tres y luego pasaba el rato haciendo que el resto bailara al ritmo de mi voz. Me divertía creando espectáculos para mí misma o recorriendo las demás colonias de peces montada en una tortuga. Las demás me decían que estaba desperdiciando mis habilidades y que debería ir a la superficie para usarlas como se debía, pero nunca las obedecí.

En esa época de mi vida me alejé poco a poco de mis amigos y dejé de divertirme encantando animales. Prefería quedarme en mi cueva recostada en el suelo y dormir navegando en la historia de amor de mi madre. Qué hermoso sería tener algo así, pensaba, pero no tenía el valor suficiente para ir allá arriba. El tiempo pasó y, aunque maduré físicamente, seguí siendo igual de pacífica y soñadora. Volví a sonreír y esta vez los espectáculos de peces no fueron solo para mí, sino también para las pequeñas sirenas que se acercaban a ver.

Soy un fracaso como furia, decía en mi mente.

Y eso me hacía feliz.

Cada vez que extrañaba a mi madre solía tomar un mechón de mi cabello y lo veía. Había heredado su color.

Susurros bajo el aguaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora