Alma

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El señor Gristein me miró a los ojos desde el otro lado del escritorio. No dijo nada.

—Eh...señor —musité—. ¿Se encuentra bien?

Él siguió viéndome en silencio, luego bajó la mirada a la máquina de escribir frente a mí. No habíamos avanzado mucho esa tarde. Era la primera vez que él guardaba silencio por tanto tiempo.

Grinstein suspiró.

—Necesito un trago —dijo—. No, la botella completa—se levantó de la silla y dio media vuelta—. Regresaré en unos quince minutos, ¿quieres algo?

—No, gracias.

Abandonó la oficina y la puerta chirrió cuando la cerró tras él. Acomodé la hoja en la máquina y leí el último párrafo que me dictó. La novela iba bastante bien, pensé que ya tenía planeado todo el capítulo, pero no era así. Quizá tenía un par de ideas vagas y las desarrollaba al mismo tiempo que las decía en voz alta. Eso, a mi perspectiva, lo convertiría en un genio. Me consideraba afortunado de poder trabajar para un autor tan brillante y exitoso como él. Admiré las fotografías sobre el escritorio, todas eran del señor Grinstein en sus viajes alrededor del mundo; en una tomaba té con una geisha y en otra tiritaba de frío frente a la Catedral de San Basilio. Me pregunté si tendría esposa e hijos. No había forma de saberlo, pues él nunca hablaba de sí mismo. Grinstein venía al pueblo cada dos años durante el invierno y me llamaba para dictarme sus novelas. La paga era demasiado buena, recuerdo que cuando vi su anuncio en el periódico creí que se trataba de una broma. Aún así me animé a presentarme a la entrevista. Él solo me preguntó a qué me dedicaba, y me dio el trabajo en cuanto le respondí que era maestro de primaria.

Maté el tiempo viendo los souvenirs de sus viajes en una vitrina que tenía a poca distancia del escritorio.

¿Cuántas propiedades tendrá? pensé. Esta es enorme y solo la usa de vez en cuando.

Bostecé y miré por la ventana. La casona se encontraba en un acantilado no muy alto, por lo que tenía una vista muy buena al mar. Admiré a las olas rompiéndose lentamente contra las rocas. Era un día muy tranquilo. Volví a bostezar.

Debí pedirle una taza de café.

Grinstein volvió ya más relajado y se asomó por la ventana.

—Mañana cumplo 40—me dijo.

—¿Eh?

—Mañana cumplo 40.

—Felicidades.

Él me miró con el ceño fruncido, como si lo hubiera insultado.

—¿Cuántos cumples tú este año?—me preguntó.

—28.

—28. Eso sí es digno de felicitarse.

—Lo siento.

Él me palmeó el hombro.

—Es todo por hoy, ya puedes irte. Nos vemos mañana.

De vuelta en casa mi madre me sirvió una sopa de cangrejo y me hizo preguntas sobre el señor Grinstein. Los temas siempre eran los mismos y mis respuestas también.

—¿Ya te dijo cómo se llama la novela?

—No, y no lo hará. Nunca lo hace. Las publica bajo seudónimo, así que no hay forma de que las encuentre en librerías.

—Qué grosero de su parte—llenó mi taza de café—. ¿Y ya te dijo de dónde es?

—Tampoco. Sospecho que es medio asiático por sus ojos un poco rasgados y pelo lacio. Ha de tener un padre filipino, o tailandés.

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⏰ Última actualización: Feb 12, 2023 ⏰

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Susurros bajo el aguaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora