Capítulo noveno

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Jungkook corre desesperado por los nevados campos de Rusia. Ya no es un niño, pero se siente solo y aterrado como una vez lo estuvo, perdido en el laberinto de calles congeladas y rostros sin nombre. Corre deshecho en lágrimas y con el corazón estrangulado, al límite de sus fuerzas y de sus nervios.

Shindong lo persigue. No el Shindong de su infancia, tierno y comprensivo, no el amante ardiente que ordenaba en su lecho, tampoco el dulce entrenador de mejillas tersas y sonrisa compasiva. Éste es un Shindong transformado por la muerte, de ojos sanguinolentos y piel marmolada, de mirada vacía y manos trémulas.

–¡No me perdonaste! –le reprocha con desprecio, mientras estira sus brazos para atraparlo–. ¡No me dejaste morir en paz, te supliqué y no me perdonaste...!

Jungkook apresura sus pasos, atormentado. Los árboles se cierran a su alrededor, las ramas le lastiman el rostro y las manos, la nieve bajo sus pies es cada vez más suave. Pero de pronto pisa firme y los árboles lo liberan. Se encuentra sobre un lago congelado y ahora lleva puestos sus patines. Oh, sí, sus patines. Sobre el hielo ya no tendrá problemas. Sobre el hielo todo irá mejor.

De inmediato toma ventaja, Shindong ha quedado atrás. Suspira aliviado, pero no por mucho tiempo. Una figura se presenta ante él tan repentinamente que por esquivarla cae al hielo y resbala sin control. Otro muerto. Otra venganza.

–Te lo dije, Jeon –dice Kim Seung con la mitad de su cabeza destrozada, la sangre cayendo espesa y viscosa por su rostro–. Dije que cavaría tu tumba. Ahora la policía te encerrará de por vida y yo estaré allí para torturarte. Cada día hasta que mueras, ¡y tú no podrás escapar! –se burla en medio de groseras carcajadas.

–¡Maldito! –exclama Jungkook, la ira sobrepasando su miedo–. ¡Vuelve al infierno, demonio! –grita, y saca uno de sus patines con la facilidad de un guante, y comienza a golpear con él la repentinamente sólida figura de su enemigo. Hiende su arma con loco frenesí mientras la sangre salpica más de lo que es lógico, volviendo todo un infernal mar escarlata.

–¿Por qué, Jungkook? ¿Por qué me haces esto? ¿Por qué ya no me amas?

La voz de mujer congela su gesto en el aire. No entiende en qué momento Kim se convirtió en su madre y él en matricida.

–¡No! ¡No! –exclama enloquecido, arrojando el patín a un lado, viendo a su madre agonizante vomitar sangre sobre el hielo.

Retrocede horrorizado y su espalda golpea contra algo sólido. Gira, ya en pánico, y unos ojos negros le devuelven la mirada.

–¡Taehyung! –exclama desvanecido de alivio cuando su amado lo besa en los labios, atrapándolo entre sus brazos con pasión–. Taehyung... –repite extasiado mientras esa boca deliciosa lo colma de placer.

– Злой (Zloi) –le susurra su amor al oído y él parpadea sin comprender. ¿Sabrá Taehyung que acaba de insultarlo? "Maldito", "perverso"... no, obviamente Taehyung no sabe lo que dice. Aleja el rostro y lo observa. Su niño sonríe de forma extraña.

–Jungkook –murmura con ternura al tiempo que le clava un cuchillo en el vientre, derribándolo al piso–. Mi amor –insiste, arrodillado junto a él, acariciándole el cabello mientras retuerce el puñal en sus entrañas–. Jungkook... despierta...




Sus ojos se abrieron al tiempo que exhalaba en un espasmo de dolor. Con un fuerte empujón intentó apartar a Taehyung, inclinado sobre él, pero éste lo retuvo firmemente por los brazos para impedirle escapar.

–¡Suéltame! –gimió casi en un llanto, mientras intentaba liberar su cuerpo–. ¡Suéltame!

–¡Basta Jungkook, basta! ¡Fue un sueño, sólo fue un sueño!

Jadeante, aún combativo, el rubio echó una mirada desorientada a su alrededor. No había muertos ni árboles allí, no había sangre ni nieve bajo ellos... sólo las sábanas arrugadas de un lecho tibio y acogedor.

Los brazos de Taehyung lo liberaron, y Jungkook suspiró profundamente mientras se incorporaba, todavía agitado. Un sueño, nada más que un sueño, pero su pulso seguía acelerado y le costaba recuperar el tranquilo ritmo de su respiración, cubierto por un sudor frío que lo hacía estremecer.

–Ten, toma –Taehyung le ofrecía agua. Con una mano temblorosa tomó el vaso y humedeció sus labios. Dios, cómo odiaba aquellas pesadillas...

Con otro suspiro volvió a recostarse, tapándose hasta el cuello con las mantas. Tenía frío, pero la sensación de la nieve húmeda y roja bajo su cuerpo se disipaba como la oscuridad en el cuarto. Ahora sabía dónde estaba. No era la primera vez que despertaba desorientado en aquel lugar, pero desde ese angustiante día habían pasado ya ocho meses. Sólo dos estaciones, aunque parecieran dos años.

No recordaba mucho de aquella primera semana, si debía ser sincero. Sólo tenía el vago recuerdo de haber arribado a Buenos Aires en una mañana luminosa y cálida, a pesar de que en aquella parte del mundo ya se aproximaba el otoño, y de discutir tercamente con Taehyung acerca de que se encontraba perfectamente bien para tomar el otro vuelo que los llevaría directo a su lugar de ensueño. Del resto de la historia se había enterado una semana más tarde, cuando despertó atendido por una enfermera gorda y un Taehyung pálido como la nieve.

–¿Cómo te atreves a dejarme sólo en un momento como éste? –había sido su infantil reproche, antes de arrojarse sobre él, abrazarlo con fuerza y deshacerse en lágrimas contra su pecho.

Y así, en una novena de besos y caricias, Taehyung había relatado su odisea desde que partieran del aeropuerto internacional hacia el sur del país, donde Jungkook había aterrizado con tanta fiebre que deliraba. Y sobre cómo había luchado por mantenerlo a salvo junto a todo el equipaje mientras buscaba desesperado la forma de comunicarse con aquella gente, de pedir un taxi, de buscar un hotel, y finalmente, conseguir un médico porque su amor se moría. Un joven lugareño había hecho las veces de ángel guardián para Taehyung, presentándose con la bendición de hablarle en su idioma y de tenderle una mano amiga. Sin indagar mucho a los recién llegados, el muchacho los había instalado en una hostería y poco después traído ante ellos un médico: un anciano de cabello blanco y mejillas sonrojadas, que frunció el ceño al ver la herida de Jungkook.

–Hospital –anunció, tan claro que Julien pudo entenderlo a la perfección.

–No, no podemos. ¡Por favor, sálvelo usted! –suplicó, uniendo sus palmas en actitud de ruego–. Dinero, le daré mucho dinero –agregó ofreciéndole un puñado de dólares.

Pero el viejo lo había mirado mal, casi ofendido, y dándole un breve empujón lo había apartado del camino para acercarse en la cama. Con cariño de abuelo se había dedicado a palpar el vientre de Jungkook, tomar su pulso, acariciar su frente y su cabello, y sin perder más tiempo había abierto su maletín milagroso para comenzar a sanarlo. Tres días y tres noches pasó junto a la cama, mientras Taehyung deambulaba como un fantasma o dormitaba en una silla, ignorando los platos de comida que la amable posadera ponía ante él. Hasta que al amanecer del cuarto día, el anciano salió exaltado de la habitación, hablándole en esa lengua extraña, para conducirlo junto a Jungkook que, aunque pálido e inconsciente, ya no tenía fiebre ni temblores.

Dos días más tarde, la mujer del anciano casi tuvo un infarto al recibir el sobre con los honorarios de su esposo...

El paraíso con que Taehyung había soñado resultó ser una pequeña ciudad del sur de Argentina, Calafate, donde Dios parecía haberse inspirado para crear el edén. Una pequeña porción del planeta decorada al oeste por la eternamente nevada cordillera de los Andes, al norte por cristalinos lagos y glaciares, al este por hermosos montes de colores, y al sur por fragantes bosques rebosantes de vida natural, donde cientos de especies de animales buscaban refugio de la amenaza del mundo, al igual que ellos dos.

Cuando Jungkook se recuperó lo suficiente para ponerse de pie y salir a la calle, el paisaje que hallaron los dejó sin habla. No hizo falta discutir ni planear nada. Luego de tres días de recorrer el hermoso pueblo, rentaron una cabaña de locura casi sobre la cima del valle, desde donde tenían una vista panorámica de toda la ciudad y, por supuesto, de la sublime inmensidad que los rodeaba.

Les tomó menos de dos semanas sentir aquella casa como propia. Bellamente construida con madera y piedra, era tan cálida y cómoda como pudieran desear, con gigantescos ventanales donde sentarse a soñar y coloridas flores que no habían visto en ninguna otra parte del mundo, de esas que permanecían firmes y hermosas entre la nieve como si ninguna inclemencia del tiempo fuera capaz de quitarles su belleza. La cocina y la chimenea, la sala de estar y el dormitorio, todos los cuartos eran sus preferidos, no había rincón que no amaran, y no había momento del día en que no disfrutaran permanecer allí.

Los dos amantes estaban eufóricos por poder vivir aquella fantasía. Al principio temieron que su reciente pasado los atormentara, pero los fantasmas que ellos mismos habían enviado al infierno no parecían ser capaces de penetrar en aquellas tierras. Se amaban con la desesperación del último encuentro, gozando hasta las lágrimas de cada momento íntimo, tentándose y complaciéndose donde y cuando quisieran, libres del tiempo y los compromisos. Pronto comprendieron que el idioma no era una barrera infranqueable. Muchas personas hablaban inglés, y las que no, expresaban su hospitalidad con grandes sonrisas y gestos elocuentes, invitaciones y pequeños presentes. Eran demasiado pocos como para mezquinar lo que tenían. Aquella tierra, como sus habitantes, parecía mantener sus brazos abiertos en cálida bienvenida. Los senderos dentro de los cuidados bosques parecían salidos de cuentos de hadas, las cabañas jugaban a competir en hermosura, los lagos eran tan cristalinos que podían verse sus fondos sin esfuerzo, y las flores de colores crecían por doquier, irrespetuosas de los inclementes vientos que las azotaban.

Jungkook había caído enamorado a primera vista del imponente glaciar Perito Moreno, tal vez porque era tan frío y bello como él. En su primera visita había pasado seis horas frente a la imponente mole blanca y azul, observando sus grietas y colores, aturdido por el atronador sonido de sus desprendimientos, viéndolo morir de a poco ante a sus ojos, hasta que éstos se llenaron de lágrimas y colapsó abrazado a Taehyung, murmurando palabras de amor sincero y fidelidad eterna.

Para el joven norteamericano hubiera sido imposible decidirse por algo en especial, pero sin dudas su momento preferido era el despertar, cuando el sol penetraba en el cuarto bañándolos con su luz dorada y las montañas le daban la bienvenida al nuevo día. A su derecha la cordillera, teñida de lilas, azules y celestes, coronada de blanco por nubes y nieve; a la izquierda, los montes que acunaban aquel hermoso valle, donde las pinceladas de colores eran tan increíbles como hermosas, separándose en capas verdes y terracotas, naranja y ámbar, pardos y beiges.

–Sin dudas, es el mejor sueño que he tenido en toda mi vida –solía decir, embelesado ante tanta belleza, acunado por las risas de Jungkook que parecía estar en un todo de acuerdo.

Fueron días de ocio y placer, de risas y amores, recorriendo tanto montañas y bosques como cada calle y rincón del pueblo, comprándose cosas constantemente y comiendo en los mejores restaurantes. Una sola vez en todo ese tiempo Jungkook se había acercado a una computadora para enviar un escueto mail a Jimin, diciendo que estaba bien y que volvería a comunicarse cuando lo creyera necesario, enviando su cariño y compartiendo su felicidad. Taehyung decidió que no tenía a nadie a quien enviar un mail similar, y le dio la espalda al mundo para volver a internarse en las laberínticas calles de su nueva vida, entre velas y artesanías, madera y flores silvestres.

–Dios mío, esto no puede estar ocurriendo... no cuatro, dime que no, no puede ser cierto... ¡no pude haber engordado cuatro kilos! – Taehyung lanzó una carcajada ante el angustiado grito del rubio–. ¡No te rías de mí! ¡Estoy obeso!

–Jungkook... no estás obeso.

–¡Pero lo estaré en cualquier momento! Todo esto es tu culpa, todos los días cordero, tartas, chocolate... –le reprochaba, mirándose de frente y perfil ante el espejo, desesperado por descubrir dónde se habían acumulado tantas cosas ricas.

Desde la cocina, acomodando en la alacena las compras recién hechas, Taehyung también le echaba miradas evaluadoras mientras intentaba disimular su risa. Si esos kilos realmente estaban allí, no podía encontrarlos; el maldito seguía tan esbelto como siempre.

–Tal vez sea tu ego lo que haga la diferencia en la balanza...

–¿Sólo cuatro kilos?

–... no, tienes razón, deberían ser cuarenta...

–Dieta –seguía diciendo el ruso palpándose el abdomen y las caderas, aunque siguieran tan firmes y torneadas como siempre–. Tendré que hacer dieta hasta que vuelva a entrenar, o no seré capaz de saltar ni un triple...

El silencio que se hizo de pronto fue demasiado evidente para poder ignorarlo. Jungkook bajó la vista, olvidando de inmediato su frívola conversación. Casi sin quererlo había mencionado un tema que ambos, consciente o inconscientemente, rehusaban tratar, y el momento se había tornado tan incómodo como lo había imaginado.

Taehyung había quedado petrificado frente a la mesada de la cocina, sus manos apoyadas sobre el mármol, los comestibles aún a medio guardar. Cuando sintió los pasos acercarse por detrás, tomó una lata y la acomodó rápidamente en su lugar, intentando disimular su conmoción.

–Entonces me comeré yo solo los bombones que compramos –comentó con una sonrisa forazada, evitando volver su mirada.

Jungkook se posicionó tras él, juntando sus caderas, presionando los labios contra su sien al tiempo que lo rodeaba con sus brazos.

–Tal vez necesite hacer más ejercicio... –susurró, ondulándose lentamente mientras apretaba su abrazo.

–Pues conozco una parte de ti que estará siempre en forma, querido, ya no paras de usarla...

Jungkook sonrió, girándolo de frente a él para atraparlo en un beso profundo y dominante. Cuando se separó, había encendido en Taehyung algo más que sus mejillas...

–Acaba de recordarme otra cosa más que maneja a la perfección, señor Jeon –susurró el castaño, agitado por la pasión que crecía en él.

–Colme mis oídos con su obsceno vocabulario, señor Kim... y le demostraré que una boca puede llenarse de algo más que de palabras vulgares...

Taehyung sonrió, dispuesto a no ceder tan fácilmente a su juego. Pero cuando Jungkook descendió lentamente por su pecho hasta quedar de rodillas frente a él, extorsionándolo con la prohibida caricia de una lengua ardiente, debió a rendirse con la irrisoria facilidad con que se derrumba un castillo de arena ante el excitante aliento del mar...

El sexo en la cocina fue estupendo. Arrojar con violencia los objetos de una mesa para poseerlo apasionadamente sobre ella, era uno de los arrebatos preferidos de Jungkook. Ver el sol hundirse en el horizonte mientras él se hundía en su amante, en cambio, era propiedad de Taehyung. Ambos obtuvieron lo que deseaban, y el anochecer los encontró gimiendo su orgasmo enredados en la alfombra del living.

–No me importa tu dieta, iremos a comer afuera –había advertido Taehyung con una sonrisa, secándose el cabello desde el baño, mientras Jungkook, en la habitación, se enfundaba en un impecable sweater negro.

Pero en lugar de acabar el día comiendo a la luz de un fogón u observando las estrellas junto al lago, habían terminado en una sala de emergencias, con Taehyung inconsciente y azotado por violentas convulsiones...

Los médicos y enfermeras fueron muy amables con él. Con igual cuidado habían atendido al pálido Jungkook, que una vez más se encontraba solo y perdido en los pulcros corredores de un hospital rezando por la vida de Taehyung. Le explicaron con suma paciencia cosas que él ya había oído demasiadas veces: que el cerebro era un órgano muy delicado y misterioso, que el ataque sufrido en aquel lejano vestuario de Munich tendría consecuencias de por vida, que había sido imprudente abandonar los tratamientos médicos, y que debían medicarlo y tratarlo correctamente o moriría.

A los dos días Taehyung era el de siempre, e insistía en la exageración de los pronósticos médicos. Se cansó de asegurarle a Jungkook que se encontraba bien, que sólo había sido una recaída insignificante, y que las convulsiones seguramente habían sido provocadas por exceso de actividad sexual... broma que tuvo que aclarar cuando Jungkook estalló en lágrimas asegurando que todo aquello era su culpa.

–No voy a morirme por acostarme contigo, necesitarás más que sexo a todas horas para deshacerte de mí.

Aunque abandonaron el hospital con fuerzas renovadas, ambos sabían que aquel día sería un punto de inflexión y no se equivocaron. Los fantasmas del pasado parecían haber logrado franquear las puertas invisibles que los mantenían fuera de aquel paraíso terrenal, y habían penetrado en sus vidas como intrusos a los que ni siquiera podían rastrear. El insomnio volvió a asaltar a Jungkook y los dolores a Taehyung. Ya no necesitaron dietas, pues las pesadillas les quitaban el apetito, y se refugiaban en brazos del otro más seguido de lo acostumbrado, repitiendo las palabras de amor como exorcismos, el ritual de unir sus cuerpos como la única solución a sus miedos.

Continuaban visitando los bosques y los glaciares cada vez que lo deseaban. Seguían reuniéndose con los lugareños a celebrar comidas y fiestas regionales, y pasaban horas de picnic frente al lago, abrazados mientras hablaban con los ojos fijos en las montañas nevadas. Pero una sombra invisible había caído sobre ellos, y cada vez se hacía más difícil ignorarla.

El sol que asomaba entre las montañas regalando los primeros brillos al lago y el resplandor dorado a los árboles, le indicó a Jungkook que no era necesario obligarse a conciliar nuevamente el sueño luego de esa horrible pesadilla. Taehyung, a su lado, observaba el despertar del día con el semblante serio, casi triste, como si también hubiera sido testigo de aquellas horrorosas imágenes.

–Iré a preparar el desayuno –anunció, descorriendo sus frazadas para incorporarse.

–No, quédate –suplicó Jungkook, abrazándolo con fuerza–. Aún es temprano. Hace frío.

Sonrió aliviado cuando su amor volvió a recostarse para besar su cabello, acunándolo entre sus brazos, pero en el fondo se sintió inquieto. El frío no era la verdadera excusa. Tampoco la hora. Quería retenerlo a su lado y hacer eterno aquel momento, pues pronto lo rompería para siempre. Abriría su boca y diría las palabras que Taehyung no quería oír. Discutirían. Habrían gritos tal vez. Y la felicidad que habían sentido se iría de aquel lugar como se había ido la nieve al comenzar el deshielo.

–Taehyung... tengo que volver a Rusia.

El tranquilo silencio que precedió a sus palabras le indicó que su niño hacía mucho tiempo que esperaba ese planteo. No hubieron gritos, como esperaba. Ninguna escena de nervios ni acusaciones. Sólo un profundo y resignado suspiro que dolió como una bofetada.

Taehyung apartó la rubia cabeza de su pecho y se giró hasta darle la espalda. Seguramente así Jungkook no podría ver sus ojos negros cristalizados de lágrimas.

–¿Por qué? –preguntó, y nada en su voz calma denotaba el dolor y la tristeza que lo invadía.

–Porque uno de los dos tiene que trabajar, mi amor –respondió Jungkook con una leve sonrisa, alentado por la tranquila reacción a su anuncio–. El dinero no nos alcanzará por siempre.

–¿Dinero? ¿De eso se trata? –preguntó Taehyung, y ahora sí una nota de rabia tiñó su voz–. No lo necesitamos. Tengo suficiente dinero ahorrado, ahora puedo disponer de lo que he ganado en todos estos años.

–Lo poco que ha sobrevivido a las garras de tu padre, querrás decir.

–No importa. Vendí la casa, el auto, y todas las posesiones de mi familia. Es suficiente para vivir aquí, y además el banco nos dará intereses. Y si fuera necesario, trabajaré.

–Taehyung...

–¡Puedo trabajar, no soy un inútil! Soy joven, puedo hacer muchas cosas, y...

–Taehyung –Jungkook interrumpió el encendido discurso con una voz clara y la mirada firme. Ya no sonreía. Su expresión era más bien fría–. ¿Y qué hay de mí?

Taehyung no respondió.

–¿Qué hay de mis entrenamientos, de mis presentaciones? –insistió el ruso.

–...

Los azules ojos de Jungkook fueron enfriándose hasta convertirse en hielo.

–¿Estás insinuando que abandone mi carrera?

–...

–No puedo creerlo. No puedo creer que lo estés diciendo en serio.

–... no es la muerte de nadie, créeme que se puede sobrevivir a eso y a mucho más. Si no, mírame a mí.

–¡Taehyung! –Jungkook no daba crédito a sus oídos–. ¡Es lo más egoísta e insensible que me has dicho en tu vida! ¿Cómo te atreves siquiera a considerarlo? ¿Cómo eres capaz de decirme que renuncie al puesto que me he ganado con tanto sacrificio? Trabajé sin descanso desde los cuatro años, entrenándome más allá de mis fuerzas, soportando cualquier clase de vida para escribir mi nombre en la historia del patinaje, ¡y cuando lo logro tú quieres que me retire en lo más alto de mi carrera para enterrarme en un pueblo en el fin del mundo!

–¡Sí! ¡Para que, por sobre todas las cosas, me elijas a mí! ¡Para quedarte conmigo!

Taehyung enterró el rostro en la almohada y golpeó el colchón con fuerza, ahogando primero sus maldiciones, luego sus lágrimas. Jungkook lo observaba entre la incomprensión y la cólera.

–No he dicho que me iría solo a Rusia y te abandonaría aquí. Sólo he dicho que necesito volver, es obvio que iba a pedirte que fueras conmigo. Lo daba por hecho.

–¿Y si no quiero ir a Rusia? –Taehyung había vuelto su rostro mojado de lágrimas–. ¿Si no quiero irme de aquí?

–Entonces quédate, porque eres tú el que no es capaz de renunciar a nada por mí.

–¿Por qué? ¿Por qué tienes que arruinar nuestra felicidad?

–¿Eres feliz conmigo, o con éstas montañas y lagos? Porque parece que estás más enamorado del paisaje que de mí.

–No digas estupideces.

–¡Entonces no las insinúes! Si eres feliz conmigo, serás feliz donde sea que yo me encuentre.

Taehyung volvió a girarse, dándole la espalda. Jungkook no acaba de comprender cuál era el problema tan terrible de marcharse.

–¿Por qué me haces esto? –murmuró, echándose el pelo hacia atrás con ambas manos.

–No quiero ir a Rusia.

–¿Por qué? Hablas como si quisiera llevarte a vivir a la selva. Mi hogar es hermoso, te encantará San Petersburgo.

–¡No voy a vivir en donde viviste con él! –rugió Taehyung, para luego volver a rebujarse sobre sí mismo.

Jungkook reflexionó un momento. Así que era el fantasma de Shindong el que otra vez se interponía entre ellos...

–No vamos a vivir en la misma casa –aseguró dulcificando su voz, recostándose ahora junto a su irritado niño, abrazándolo por detrás en un gesto cansado–. Seguramente Jimin se ha encargado de venderla como le indiqué hace meses... Vamos, mi amor. Compraremos una casa nueva, la que más te guste, donde quieras. Tendremos toda la ciudad para nosotros, podrás comprarte lo que desees, tendremos una buena vida.

Taehyung escuchaba, y recibía en silencio las lentas caricias en su cintura.

–Tengo miedo de irme –confesó en un susurro, apretando contra su pecho la mano que lo acariciaba–. Hemos sido tan felices aquí... Temo que algo malo nos pase al partir...

–Amor, no tengas miedo... –Jungkook besó la mejilla de su amado, que aún permanecía tenso, con la mirada perdida en el amanecer–. Todo estará bien –aseguró deslizando una mano hacia su entrepierna, escurriéndola por debajo de la ropa interior, acariciándolo rítmicamente–. Seremos felices allí, te lo prometo –susurró en su oído antes de perderse en besos cálidos y suaves, tan tibios como el sol que ya los acariciaba con sus rayos.

Taehyung cerró los ojos, entregándose al placer de aquel roce íntimo, acomodándose para recibir mejor los besos de aquella boca que lo buscaba con ansiedad. Ir a Rusia era un error, lo sabía. Con tanta certeza como sabía que jamás podría arruinar la vida de su querido coartando su carrera. Por más que gritara y pataleara era un tema decidido. Se iría al Viejo Mundo... a enfrentar viejos fantasmas...





~ * ~





Todas las promesas de Jungkook no pudieron contra los temores de Taehyung. Amargado por un profundo sentimiento de pérdida armó sus maletas y se despidió de las amistades que había hecho. Con lágrimas en los ojos cerró por última vez la puerta de la hermosa cabaña y dijo adiós a los árboles y a las montañas, al glaciar y al poblado, al chocolate y a los lagos.

–Por favor, Taehyung, parece que fueras a la guerra. ¡Alégrate! Nos vamos a casa.

Jungkook no hubiera podido entenderlo aunque pusiera toda su buena voluntad. Por el contrario, había pasado los últimos días de preparativos excitado y feliz como un niño en Navidad, empacando y comprando obsequios, haciendo planes para el futuro y canturreando risueño mientras recolectaba recuerdos de aquellos confines del mundo. Volvía a su patria y a sus cosas, a su comida y a su gente. Taehyung se acostumbraría igual que lo había hecho al llegar a estas tierras extrañas. Construirían allí su nido, él lo ayudaría a sentirse en su hogar.

–Bienvenido a casa, mi vida –había dicho al besarlo, cuando el avión por fin aterrizó en tierras rusas. Pero Taehyung nunca se había sentido peor acogido en un lugar, aunque las espesas nubes se hubieran abierto para dejar pasar un tímido sol, frío y distante como no lo había sentido jamás–. ¡Mira! Jimin ha venido a recibirnos.

Así era. Taehyung inspiró profundo cuando el frío aire de ese país extraño lo golpeó en el rostro, pero sintió una rara tibieza en su pecho cuando el ruso, luego de atrapar a Jungkook en un fuerte abrazo, estrechó su mano con franca cortesía y una sonrisa cálida aunque tranquila.

Jungkook explicó brevemente que irían a casa de Jimin por unos días hasta que consiguieran un lugar apropiado para ellos. Luego le indicó que subiera a la parte trasera de un bonito auto azul, y mientras Jimin manejaba, él se instaló cómodamente en el lugar del copiloto, enfrascándose en una animada conversación en ruso que no tuvo respiro hasta que llegaron a destino. Taehyung no tuvo más remedio que dedicar el viaje entero a observar por la ventanilla. San Petersburgo era una ciudad imponente, muy hermosa aunque el tiempo no ayudara a lucirla, y mientras se empequeñecía ante tanta grandeza, los sonidos de ese idioma extraño lo apabullaban, dándole un claro panorama de lo que sería su vida desde ese momento. Soledad. Aislamiento absoluto.

Algo consoladoramente maternal lo envolvió al llegar a la casa, y su nombre era Rose. La esposa de Jimin era una muchacha rubia, delgada y risueña, que no escatimó en abrazos al recibirlos, y que le dio la primera alegría del día al saludarlo en inglés.

–No hablo perfecto pero sí lo suficiente para hartarte con mi charla –dijo alegremente, desplegando una hermosa sonrisa en su rostro de mejillas rosadas, invitándolo a acercarse a la cocina que olía a tarta recién horneada aunque lo que le ofrecieran fuera un vaso de vodka llevo a rebalsar. Para Taehyung, que era casi abstemio, la idea de beber vodka a las diez de la mañana le resultó nauseabunda.

–¡Za udachu! (¡Por la buena suerte!) –brindaron los tres compatriotas, vaciando sus vasos con una rapidez que daba vértigo.

Taehyung miró su vaso y lo acercó a sus labios. El potente olor a alcohol le hizo arder la nariz; de todos modos decidió tomar un pequeño sorbo para no despreciar el ofrecimiento. Pero al levantar la mirada, la cara de desilusión de sus anfitriones le indicó que el gesto no había sido suficiente.

Jungkook también lo observó unos segundos con el ceño fruncido, pero un momento después echó a reír, se acercó a él y lo estrechó entre sus brazos. Luego giró y dio una especie de explicación que al parecer conformó a la pareja. Taehyung no entendía nada.

–¿Qué es tan gracioso? –preguntó irritado.

–Mi amor –dijo Jungkook sonriendo–, no te preocupes, no pasó nada. Simplemente es costumbre aquí acabar de un sorbo el vaso, de lo contrario significa que no apruebas el brindis –Taehyung miró a su alrededor. Rose sonreía, comprensiva. Jimin no lo miraba; la llegada de dos pequeñitos de alrededor de uno y tres años, tan rubios como su madre, había desviado su atención y ahora se encontraba arrodillado junto a ellos. Jungkook volvió a besarlo en la mejilla–. Tienes mucho que aprender, pero no te preocupes. Yo te lo enseñaré todo.



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