Enfermedad.

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Me desperté en un hospital. Estaba tumbado en la cama, con Tomás sentado al lado, él, por su parte estaba jugando en el móvil, cuando se percató que me había despertado me dijo:
- Buenos días, bello durmiente.

-¿Es que no me dejarás nunca en paz? –le pregunté.

Tomás bloqueó el móvil y me miró:

-          Has estado durmiendo durante tres días –me confesó. Me lo quedé mirando, y él siguió con la explicación- El día del centro comercial, anduviste demasiado. No me habías dicho que estabas enfermo.

-          No estoy enfermo.

-          Ahora sí.

Entró el doctor dentro de la habitación, y yo me intenté incorporar, pero no pude.

-          No hace falta que lo intente, es científicamente imposible que se levante. -El corazón me empezó a latir más y más deprisa. ¿Qué me pasaba?- Usted no se podrá mover en unos días, sus padres ya han sido alertados sobre el tema y su madre viene de camino hacia aquí.

¿Mi madre? El doctor se esperó un rato hablando conmigo sobre cómo me sentía y luego se fue.

-          Dame el móvil –Tomás se me quedó mirando.- ¡Dámelo! –le grité.

Él obedeció, marqué el móvil de mi madre y rápidamente me contestó. Hablamos durante un cuarto de hora, ella estaba en el aeropuerto a punto de coger el avión que la traería hasta aquí. Me inventé que ya tenía a un hombre que me cuidaba, que el seguro lo cubriría y lo demás. Ella, como no, encantada de que su hijo, el cual había mandado hasta la otra punta del mundo, no necesitara de su ayuda.

-          ¿Y ahora qué? –me preguntó Tomás cuando colgué.

No le respondí, poco a poco me fui durmiendo, hasta que desperté el día siguiente, y me dieron el alta. Con una silla de ruedas, Tomás me estaba dirigiendo hacia la salida del hospital. Como él no tenía permiso para conducir en Canadá cogimos un taxi que nos llevaría hasta mi casa. Con la silla de ruedas en el maletero y nosotros dos en el taxi, nos aventuramos hacia mi hogar.

 Al llegar, me di cuenta que Tomás había estado limpiando la casa, y en el dormitorio, había puesto dos camas, en una de la cual me tumbé con su ayuda. Me explicó que, en el caso que necesitara cualquier cosa, que gritara y el vendría en mi ayuda. Se lo agradecí. Y volví a cerrar los ojos para dormir una vez más después del viaje.

Me iba despertando cada doce horas, Tomás me daba la pastilla y me hablaba un rato sobre lo que estaban haciendo en clase. También me hablaba de una chica de su clase, Paula, que le gustaba y él creía que ella también sentía alguna cosa. Me contó que desde el día del centro comercial, muchas chicas no paraban de mirarlo, y que por primera vez, no era simplemente para criticarle. Pero no solo las chicas le miraba, también muchos chicos giraban la cabeza para luego criticarlo con sus amigos. Terminó diciéndome: Por una vez no me siento invisible.

Nadie venía a visitarme, aunque por whats app siempre le enviaba mensajes a Álvaro y Mario, miraban su móvil ponía “En línea”, doble tick azul y se volvían a desconectar.En aquello momento, era yo quién me sentía invisible.

Poco a poco fui recuperando un poco de movilidad en las piernas, andaba por casa poco a poco, metido en mi cómodo pijama, mientras veía nevar por la ventana, Tomás me preparaba un chocolate caliente. Hablábamos durante una hora o dos, me ponía al día con cotilleos del instituto y yo le preguntaba por mis amigos, a lo que él me respondía: Están bien. Luego, cansado de mover la lengua, me volví a meter en la cama y volví a quedarme dormido.

Pasaron unos tres días, hasta que recibí una gran GRAN noticia. Paula había quedado con Tomás para ir a dar una vuelta por el centro de la ciudad. Él estaba muy nervioso, no paraba de hablar de ella. Me la describía y describía hasta que me sabía su cara de memoria, sus labios, sus ojos, sus cejas… Por mucho que intentaba imaginármela, no me venía a la cabeza su cara.  No sabía de quién se trataba.

El día de la cita, Tomás se despertó a las once, se metió en la ducha con la música muy fuerte y me despertó. No paro de cantar con su música rara hasta que le piqué en la puerta y le dije:

-          ¿A caso te estás masturbando? –él cerró el grifo.- ¡Sal ya!

Aún tardó media hora más en salir, y yo nervioso miraba el móvil para ver la hora. Eran casi las doce cuando salió, todo peinado.

-          ¿Pero qué mierda música escuchas tú? –él se rió.

Se metió en el vestidor media hora, oía como iba descolgando ropa de las perchas, y luego la volvía a poner. A veces salía y me preguntaba:
- ¿Qué tal esto? –yo abría la boca para responderle, pero ya lo hacía él solo.- Tienes razón, demasiado formal.

Al final salió con una sudadera negra de lana, con el cuello alto. Le hacía parecer más alto. Llevaba unos pantalones grises que le marcaban la pierna.

-          ¿Ya está la señorita? –le pregunté cuando salió.-  Entonces, si es de su agrado, me gustaría comer.

Comimos un sándwich y luego se fue; antes de que cerrara la puerta le grité:

-          ¡SUERTE!

La cena de los rarosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora