Katsuki Bakugo era un aplicado estudiante dotado de inteligencia que lo hacía resaltar del resto de "extras" que le rodeaban.
Pero habían dos cosas que superaban por mucho su intelecto.
La primera era su carácter explosivo. Si bien procuraba ignorar a los demás, había muchas veces eso no funcionaba, aún más cuando se trataba del autoproclamado «Bakusquad», quienes lo metían en un sin fin de problemas.
Lo segundo era su terquedad. Desde tener el juguete coleccionable de su superhéroe favorito hasta la cantidad de picante mínimo que debía ingerir al día, no se detenía hasta obtener aquello que quería y cuando lo quería.
En sus diecisiete años de vida, ya había escuchado varios casos de parejas destinadas, la forma en que se complementaban, la manera en que se encontraban. Todas eran historias sumamente empalagosas que a veces podía llegar a aborrecer, y una parte suya llegaba a anhelar.
Pero, lo que más le molestaba era que llevaba años esperando encontrar a su destinado y aquello estaba acabando con la poca paciencia que le quedaba, si es que en algún momento existió.
Con el ceño fruncido ante el pensamiento acomodó un poco el saco del uniforme y peinó sus cabellos para que quedaran más puntiagudos de lo que ya eran, recordó que su padre le había dicho que era rubio, como el de su madre. Era exasperante saber que tenía mucho parecido físico con aquella mujer odiosa.
Bufó en cuanto escuchó unos tacones pegar contra el suelo de madera. Sabía perfectamente qué bruja se aproximaba a su encuentro.
—¡Katsuki Bakugo, sal ahora y ven a desayunar! —los gritos de su madre no se hicieron esperar haciendo que su estado de ánimo cayera más abajo de lo que ya estaba.
—¡Grita más fuerte! ¡En casa de los Nishimura no te escucharon! —Su puerta siendo azotada y la mano de Mitsuki tomando su oreja le hicieron soltar varias maldiciones.
Una batalla de insultos se desató en las escaleras que dirigían a la planta baja. Masaru Bakugo suspiró resignado, a sabiendas de que sus mañanas nunca serían normales, y continuó llevando los platos a la mesa para poder disfrutar de su desayuno.
La pelea entre madre e hijo terminó cuando la mayor le dio un gran golpe en la nuca a Katsuki que le reinició el sistema operativo con la agresividad de siempre.
— Ayuda a tu padre a poner la mesa— ordenó la mujer para volver al piso de arriba.
Molesto con su alrededor y con unos cuantos chasquidos de por medio, fue a la cocina y tomó un tazón con pescado.
Después de acomodar todo se sentó junto al castaño a la espera de su madre.
— ¿De verdad la bruja es tu destinada?— preguntó Katsuki.
Su padre intentó no reír y cuando estuvo dispuesto a responder, una voz femenina lo interrumpió.
— ¿Qué dijiste, mocoso?— la voz inesperadamente tranquila (señuelo para bajar la guardia) de su madre le hizo temblar, pero jamás se dejaría intimidar, no mostraría debilidad.
— Que si eres la destinada del viejo— respiró hondo para tomar valor—, bruja.
El amor de una madre no tiene límites.
Pero, ¡vaya! El de Mitsuki Bakugo lo tenía.
Una riña había vuelto a comenzar y solo se apaciguó en cuanto comenzaron a comer, a regañadientes y con suspiros por parte del hombre castaño y su tranquilidad nerviosa.
Katsuki no esperó más. Terminó su comida y tomó toda la vajilla que había utilizado, para levantarse con rapidez y casi lanzar todo al fregadero.
—¡Si me rompes la vajilla, mocoso ridículo, la pagarás con tu mesada! —escuchó gritar a su madre y un «Calma, cariño» de su padre, mientras tomaba su mochila y salía de su casa dando un portazo.
Compadecía a su padre por tener que aguantar a esa exhaustiva mujer. ¡Qué carácter tenía! ¡Demasiado temperamental!
Como si tú fueras más calmado que ella, idiota, reclamó su consciencia; a la que Katsuki, como siempre, ignoró.
Siguió su camino, enfurruñado.
Alzó sus ojos en todas direcciones, viendo el mundo monocromático y aburrido.
Vivía anhelando ver más que gris.
Odiaba demasiado ese color.
El maldito color que le recordaba su inutilidad para encontrar a la persona que podía complementar su estúpido y molesto corazón.
Apenas si le servía de algo tener ojos que solo ven gris.
¿Qué tiene de bueno, si no puede admirar la grandeza del mundo en toda su gloria colorida? No sirve de nada. Absolutamente nada.
A veces le gustaría mirar el cielo en una mañana cálida, pues sabe que es celestino. Lo ha leído y lo ha escuchado de personas que encuentran a sus destinados, como lo es su propia madre.
Ella le da una explicación vaga, él sabe que los colores no se pueden explicar, el matiz llega a ser algo incomprensible para él, y, demonios, odia no comprender algo.
En otros momentos, le gustaría ver uno de esos atardeceres que tantos libros narran. Dicen que es de un color anaranjado, mezclado con tonos amarillentos y a veces hasta se pueden ver colores como el rosa o el púrpura, depende del reflejo de la luz.
Quiere verlo, maldita sea. Ha escuchado de parajes que parecen pintados por grandes artistas, encontrando la unión máxima de acuarelas en el cielo o en la tierra.
Y no puede. Diablos. No le gusta no poder.
No le gusta ser privado de la magnificencia del firmamento.
Odia tener el campo cercado alrededor de sus iris, dejándole solo el gris.
Ese odioso gris.
Maldito gris.
Ojalá el gris se muriera.
Un color no muere, ¿es que eres imbécil?, Vuelve al ataque esa queridísima consciencia, siendo nuevamente ignorada.
Sin embargo, sabe que todos han pasado por eso.
O que siguen pasándolo.
El jamás será el primero ni el último en esa complicada situación.
En su mente tiene grabada la historia de sus progenitores y como la vieja bruja lo buscó por todo Japón, tocando cada género textil que encontrara en su cercanía, descubriendo así mismo a su destinado en el trabajo, que resultó ver el mismo color que ella. Un color diferente. Un color nuevo a sus ojos. Un color esperanzador.
Un dorado brillante y refulgente.
Katsuki tenía algo claro. Si su madre encontró al amor de su vida, él también lo haría. Más que nada, porque estaba seguro de que era muchísimo mejor que ella para cualquier cosa. Lograría encontrar a dicho destinado con una estrategia adherida a su vida de adolescente.
Sabe que si no lo encuentra en Musutafu, buscará en Kamino. Si no lo encuentra en Kamino, lo buscará en Deika. ¡Y si no lo encuentra en ninguna jodida prefectura, lo buscará por el maldito Japón! ¡Aún así va a recorrer el mundo entero por su persistencia natural!
Y va a poder ver esos colores junto a la persona que la divinidad de mierda quiso unirlo.
—Hidrante número uno —murmura, tocándolo con brusquedad. De inmediato, el color rojizo brillante invade al objeto.
Él sonríe. Da más pasos y encuentra otro hidrante. Ahora es amarillento.
Y así, sigue tocándolos aunque ya no quedan más en su recorrido matutino.
Si aquella persona que busca está por aquí, podrá verlo.
Si no, puede prepararse.
Porque aún si está en una base espacial haciendo estupideces de astronauta, va a ir a buscarlo. ¡Así esté en la jodida luna, llevará un maldito hidrante hasta allá con tal de que su estúpido destinado lo vea!
Porque Katsuki no va a desistir.
La palabra rendirse no está en su vocabulario, ni estará nunca.
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Escala de grises (Katsudeku)
FanfictionHistoria en colaboración: Karoo-KC/Hada-san Un mundo en el que tu otra mitad es la única que te puede hacer ver las gamas de colores existentes. ¿Cómo? Sencillo, solo necesita tocar una superficie o ser vivo. En ese momento obtendrá color que tú pu...