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Ella estaba balanceándose en el columpio del patio trasero de mi casa, el cual ha estado allí desde generaciones pasadas.

Su cabello revoloteaba con el viento y ella trataba de apartarlos de su perfecto rostro de porcelana.

No podía parar de observarla, era realmente preciosa. Era un ángel, mi ángel.

Amaba la forma en que reía, en la que hablaba, como movía sus manos para expresarse con mayor claridad, e incluso como peleaba.

Amaba cada parte de ella, cada gesto, cada mirada.

Era hermosa incluso llorando.

Cuando la conocí teníamos apenas once años, éramos unos críos.

Ella había llegado nueva a la escuela y al país. Venía desde América, de Seattle.

Su nombre también era Seattle, y sí, era raro que también ella se llamara así. ¿Pero saben qué? También amaba eso de ella. Eso la hacía autentica.

Desde siempre opté por llamarla Sea, por cariño y por hacerle referencia a la gran admiración que ella tenía con el mar.

Cuando cumplí dieciséis, después de tanto tiempo de hermosa amistad, me di cuenta que estaba realmente enamorado de ella.

Le robe su primer beso y ella se echó a correr, para luego volver y darme un segundo beso.

Al poco tiempo, le pedí que fuese mi novia y ella aceptó.

Ella era tan frágil, tan sensible.

Sea lloraba todas las noches, lo sabía porque lloraba mientras hablaba conmigo por teléfono. No sabía el motivo.

Le preguntaba el porqué pero ella se negaba a decirme, lo cual me inquietaba mucho. Escucharla llorar hacia que mi corazón se rompiera como cuando las olas se estrellan contra la orilla en la arena.

Ya teníamos casi dieciocho, era increíble como pasaba el tiempo.

–Zayn, hay algo que debo decirte –habló mi ángel, colocando su pequeña mano en mi pecho. Le sonreí.

–Dime –le contesté, tomando su rostro en mis manos.

–Es acerca de la razón por la cual he estado así durante todo este tiempo…

–¡Por fin te animas a contarme! No sabes lo angustiado que estoy, odio saber que estas sufriendo por algo –le dije rápidamente. No me gustaba aquella sensación que empecé a sentir por dentro, así que decidí ignorarlo.

Ella me abrazó. Se colocó de puntas sobre sus pies, sus delicados brazos envolvieron mi cuello, acercándose a mi oído. Tomé su delicada cintura, acercándola más hacia mí.

Sentí como cerró sus ojos con fuerza y habló:

–Tengo cáncer.

Aquellas palabras salieron de su boca como una bala directo a mi corazón.

Me separé de ella, tumbándome en el suelo aferrándome a mis piernas y lloré.

Ella se agachó junto a mí, y me beso cálidamente en los labios.

–Recuerda que yo siempre estaré contigo, Zayn. –Miré el brillo en sus ojos pero no pude sonreír.

Sabía que ella tarde o temprano se iría.

A los meses, ella empeoró.

Su cáncer había empeorado.

La ayudaba con todo, jamás me separé de ella. Varias veces Seattle lloraba y me rogaba que la dejara, que no me aferrara a ella, que dejara de amarla, porque ella me rompería a mí como las grandes rocas rompen a las débiles olas sin intención.

Malibú | z.mDonde viven las historias. Descúbrelo ahora