PRÓLOGO

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Hay que ser realmente tenaz para poder aguantar todo lo que sufrió la Mayor Caspian en Watson, cuando era todavía Sargento de Infantería. Y no me refiero a tener una fortaleza hercúlea y sansónica, que se pueda conseguir de forma fácil y proporcional a unas cuantas horas de gimnasio; sino a una firmeza imperante cuya única potencia son las ganas de servir a la Humanidad. Una resistencia emocional notable, dependiente de una voluntad hasta incluso excepcional en la propia naturaleza y cabezonería del Hombre. Un empeño que requería su acopio de valentía. Un tesón admirable por el valor de la vida y la dignidad que, aun viéndose tentado por la parte más irracional del ser y sus instintos, no hace flaquear al individuo y vence, no dejándolo llevar por el camino fácil.

Porque Caspian lo pudo haberlo tomado. Allí, tras un revoltijo de placas metálicas levadas por dos vigorosos pernos que le servían a modo de escudo pavés, en el directo campo de batalla; se sentía exhausta, derrotada, cansada, abatida. Sin apenas recursos. A poco más de un decímetro y a mucho menos de un arpende de sus manos, detrás de esa cobertura también se encontraba su M-3 Predator con su correspondiente (pero ya, ínfima) munición. Solo un gatillazo con su gesto hubiera sido necesario para acabar con su mal, y hubiera augurado una muerte menos por parte de aquellos puñeteros batarianos. Ella misma osaría a robarles su propia muerte. Nunca les daría la satisfacción de gozarla.

Y llegó a hacer el amago. Daría igual una bala a bocajarro en plena sien o bajo la mandíbula, pues ambas serían igual de precisas: perforarían su cerebro y quedaría yerta en menos que un krogan casca un pyjak. Optó incluso por meterse la pistola de forma transversal por la boca. Sus dientes presionaban, castañeando, el dorso metálico del arma; y su boca había mezclado dos sabores nada gratos: el de la áspera cubierta argéntea y el de la sangre.

Podía hasta imaginarse la pompa de su funeral y el de sus compañeros: una muchedumbre y sus ternos de ocasión con una gran explanada repleta de lápidas tortuosas de fondo. El color negro de los trajes rodearía unas cuantas plataformas de iridio pulido y brillante. Una de ellas sería su ataúd antes de ser enterrado, con una bandera de La Alianza doblada pulcramente encima. A pocos segundos de su decisión final, ya era palpable la congoja de los presentes en ese ambiente, y audibles los lamentos de algunos. Visualizaba a su familia: a sus tres hermanas, llorando, y a su madre, viendo de un modo fatalista como la milicia se llevaba una parte de su ser otra vez. También veía al oficial de turno soltando su ripio sobre el valor humano como si lo tuviera delante. Y otorgándole algún que otro título o ascenso póstumo. Sí, no estaría de más.

Pero el camino fácil nunca es el mejor, ¿verdad? Rara veces llega a cuajar. En su discurso fúnebre, el superior recalcaría la magnanimidad de cada uno de los soldados caídos del pelotón inclusive Caspian, cuando ella no se merecería tal reconocimiento. Su nombre en el epígrafe de la peana de un monumento sería una mentira. No hay gloria ni nobleza en el suicidio, no hay acto más ruin que acabar con uno mismo. Por esto se sacó la pistola de la boca, y empleó sus últimas balas y esfuerzos contra el verdadero enemigo, tal y como lo haría el verdadero soldado. Por sus compañeros derribados. Por su familia. Por la Humanidad. Sacrificio.

En cada martilleo al percutor del arma que daba, en cada proyectil que lanzaba, en cada brillo incendiario que ocasionaba en su enemigo, en cada pavesa fruto de su incineración… refulgía un aura de coraje, se veían reflejados unos ideales admirables de su raza: la persistencia y el honor; fraguados al rojo vivo por los colores de La Alianza. La pistola se sobrecalentaría, su omni-herramienta se saturaría y el visor del casco se empañaría con su propio hálito; pero la Sargento seguiría luchando. Saetas disruptoras batarianas intentarían repeler sus escudos y acabar con su vida, pero ella tendría el justo medio de donaire y prudencia para asomarse, atacar y defenderse. Y ese fue sólo el primer día, porque la carnicería duró dos días más. Dos días más en los que se tuvo que buscar las habichuelas midiendo recursos, saqueando comida y racaneando munición. La intuición y la supervivencia le mantenían viva; el raciocinio y el orgullo, no muerta.

Es verdad que toda proeza y epopeya bélica no acaba sin su victoria. Pese a su amargura, la ofensiva acabó con 273 bajas anotadas a Caspian: 163 el primer día, 93 el segundo y 17 el último. Todos ellos, piratas batarianos y alguna que otra asari con delirios de grandeza. Así lo determinaron los refuerzos, cuando llegaron días tarde y se la encontraron en un campo lleno de alienígenas tendidos. La Sargento de Infantería Caspian recibió una conmemoración colmada de aplausos en forma de El Galardón de Caronte de vuelta en La Tierra, un austero premio al eficaz servicio militar en una sencilla ceremonia pública; y se le concedió una baja de tres meses para estar en su familia y restablecer su salud. Su intervención significativa contra la piratería en colonias del Terminus llegó a ser famosa, saliendo en todos los medios humanos y alguno de La Ciudadela, pero rápidamente la noticia se disipó.

No obstante, Caspian no olvidará nunca su experiencia. Secuelas de ella han quedado entonces en su mente aparentemente de forma permanente, marcando un odio exacerbado por la comunidad extraterrestre que ya empezaba a procesar desde pequeña, a causa de la muerte de su padre en La Guerra del Primer Contacto. La mujer nunca olvidaría el daño que le han hecho razas como la turiana, en su infancia, o la batariana, en su adultez. Odiaría a los alienígenas con una sellada xenofobia no viéndolos como inferiores, sino como asesinos. Un odio latente que siempre estaría presente en su corazón.

¿O no?

La aversión a lo desconocidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora