Guía de supervivencia, Regla #25: Si eres demasiado mayor para jugar con muñecas, no hay razón para que estés cerca de esas pequeñas zorras.
Pedro era casi como un hermano para Juan, ya que ambos se conocían desde hace algunos años y eran inseparables. Los dos iban al mismo instituto, estaban en la misma clase y, casi siempre que organizaban trabajos en grupo, se ponían juntos.
Un día la maestra de Biología mandó una tarea bastante rara, aunque ciertamente entretenida: los alumnos debían traer muestras de distintos tipos de tierra según el nivel de profundidad, guardando en bolsitas un puñado de tierra cada cinco centímetros que horadaran en ella. Como de costumbre Juan y Pedro se juntaron para el trabajo, aunque en realidad aquello de «trabajar» era un pretexto, una excusa perfecta para que ambos consiguieran el permiso de sus padres para ir al bosque en las afueras de la ciudad.
Una vez allí, aparcaron sus bicicletas y decidieron que no se adentrarían demasiado para no correr el peligro de perderse. No sería la primera vez que algún excursionista poco experimentado se desorientaba en ese bosque, en algunos casos con funestos resultados. Marcaron con una tiza todos los árboles por los que pasaban para no confundir el camino de vuelta, y empezaron a adentrarse un poco más de lo pactado en las profundidades de la imponente masa de árboles. Llegado en algún punto a un claro que les llamó la atención.
"Este sitio es perfecto para excavar. Aquí seguro que no nos molestan las raíces de los árboles y además podemos sentarnos en esas piedras a tomarnos los bocadillos" dijo Juan.
"El bocadillo me lo comeré yo mientras escabas, porque desde luego que no me pienso ensuciar la camiseta nueva" bromeó Pedro poniendo voz de niña consentida y sacando la mano como sis e acabara de hacer la manicura.
"Hagamos una cosa, nos comemos el bocadillo ahora y con el estómago lleno nos lo jugamos a cara o cruz" dijo Juan, que tenía hambre desde hacía casi una hora.
Tras quince o veinte minutos de risas y bromas, acabaron su merienda y Juan sacó una moneda.
"El que pierda empieza, estamos cinco minutos cada uno y continúa el otro. Que por la Bruja de biología no me pienso partir la espalda. Tampoco vamos a enterrar a nadie, así que 50 centímetros de profundidad como mucho"
"Vale, prepárate para perder" dijo Pedro mientras sacaba de su mochila las herramientas de jardinería que le había pedido prestadas a su padre.
Juan perdió el lanzamiento, y un poco desganado empezó a buscar por todas partes para elegir dónde comenzar a cavar. Vio un montón de hongos rojos con puntos blancos, todos creciendo juntos en el mismo lugar. Aquello suscitó en él un entusiasmo infantil que lo hizo correr a cavar en el lugar, como si las setas le indicasen con su presencia la posibilidad de encontrar algo extraño bajo la tierra.
"Le voy a guardar unas setas a la bruja, con un poco de suerte serán venenosas" dijo riendo mientras metía en una de las pequeñas bolsas una muestra de tierra de la superficie.
Al tocar la tierra con sus manos, sintió un escalofrío por todo el cuerpo. De pronto comenzó a tener un miedo extraño y se levantó de golpe.
"¡Tengo frío, aquí hace más frío que en todo el bosque!" le gritó a Pedro.
"¡Jajajá! ¡Oh no! estás encima de un lugar maldito o hay un fantasma justo donde estás cavando" le dijo Pedro, sin tomárselo en serio.
Juan, por hacerse el valiente, siguió cavando y juntando la tierra en bolsitas diferentes cada cinco centímetros de profundidad. Entretanto, Pedro exploraba el paisaje y jugaba a pegarle patadas a una piedra.
"¡Pedro, mira!" gritó Juan cuando llevaba unos minutos cavando. Pedro fue corriendo a ver lo que Juan le mostraba con tanta exaltación; era una muñeca pelirroja de unos treinta centímetros. Al mirarla sintió que un escalofrío le recorría la médula y que el asco se anudaba en su garganta como una larga escolopendra llena de punzantes y grotescas patas.
"¡Agh, suelta eso!" exclamó Pedro con una mezcla de terror y asco mientras se apartaba de aquella repulsiva muñeca tuerta que Juan sostenía en su mano.
Juan, que parecía confundido, miró de nuevo a la muñeca y la soltó horrorizado al ver lo mismo que Pedro: gusanos, enormes gusanos blancos. Se contorsionaban dentro de la cabeza de goma de la muñeca, se agitaban como poseídos y comenzaron a sacar sus pequeñas cabezas por la cavidad en la que alguna vez estuvo el ojo faltante de esa muñeca pelirroja, aún cubierta por una ropa que misteriosamente conservaba su blancura casi intacta.
"¡Pero si cuando la desenterré estaba bien, era preciosa y parecía sonreírme!"
El único ojo que le quedaba a la muñeca era inquietante, grande, pero con la parte blanca pintada de negro y con un iris pequeño e intensamente rojo, en el cual había una diminuta y demoníaca pupila.
¿Qué clase de enfermo mental habría escondido una muñeca tuerta bajo tierra? ¿Por qué los gusanos se aglomeraban en la cabeza de la muñeca? ¿Sería verdad lo del frío que mencionó Juan?
Ambos chicos, realmente asustados, salieron corriendo del lugar, sintiendo cómo la mirada del único ojo de esa muñeca se les clavaba en la espalda. Únicamente pararon un par de veces, veces en las que Juan se detuvo a vomitar por la idea de haber tenido en sus manos cientos de gusanos sin darse cuenta. Incluso al llegar a casa, parecía que a Juan no lo abandonaban las nauseas, seguía vomitando y su cara se puso de un tono amarillento pálido.
Los dos amigos pensaron que se recuperaría en un par de horas, pero no fue así. Con el paso de los días cada vez estaba más delgado, pálido y débil. Tenía el aspecto de uno de esos enfermos terminales que llevan años luchando contra la muerte en una habitación de hospital, y cuyos médicos no aciertan en diagnosticar una causa para su condición. Una semana después de desenterrar la muñeca, Juan murió.
Desconsolado por la muerte de su amigo, Pedro empezó a relacionarse cada vez menos con los demás y a pasar los recreos en la biblioteca del colegio. En su casa devoraba libros ávidamente y los fines de semana visitaba librerías. Los libros eran sus nuevos amigos, y su refugio. Buscaba explicaciones médicas para poder entender lo que le pasó a su amigo, pero los síntomas que experimentó Juan eran tantos, que parecía que había contraído varias enfermedades mortales simultáneamente.
Un día, en una extraña librería que se centraba en libros exotéricos, Pedro encontró un libro sobre ritos y leyendas. Era un libro viejo y usado, un libro de esos que ya casi no se encuentran y que tienen extraños dibujos entre sus páginas cubiertas de polvo. Allí decía lo siguiente, junto al dibujo de una muñeca casi igual a la que encontró su amigo, excepto que esta no estaba tuerta.
«El que tenga un mal incurable, que entierre una muñeca igual a ésta mientras entona la presente invocación. Su enfermedad quedará atrapada en la muñeca, pero el primero que la encuentre recibirá la enfermedad y sus consecuencias salvo que realice este mismo ritual».
Todo estaba claro: los gusanos, los hongos, el frío, todos eran indicios de que la muñeca que encontraron en el bosque era una muñeca maldita. Una muñeca en la que por medio de algún pacto o brujería, alguien había desatado una maldición que condenaría a enfermar a aquel que la encontrase y sentenciaría su vida a cambio de su propia salvación.
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Traducciones de Creepypastas
HorrorEsta es una recopilación de creepypastas que iré buscando y traduciendo para que las disfruten. No son de creación propia. Algunas están bastante mal escritas así que me he tomado algunas libertades narrativas a la hora de traducirlas. Actualmente...