Aladín se rascó la pierna con el zapato al mirar la hora en el reloj de pared del locutorio. Quedaban cinco minutos para cerrar. Ese día ya no iba a verla. Varias decenas de estudiantes habían desfilado a lo largo del día por delante del local, en la Rambla del Raval de Barcelona. Entre ellos no había ni rastro de Jasmin, que estudiaba Filosofía y solía ir de vez en cuando al locutorio a escribir. Su padre, rector de la facultad, la reñía si la veía hacerlo en casa. De reojo, Aladín leía a veces las escenas que Jasmin escribía en el ordenador más viejo del local. Habían quedado un par de veces fuera del locutorio para tomar un café. En la última, casi la había convencido para que le dejara leer la primera página de su novela.
A las nueve en punto, Aladín bajó la reja del locutorio. Ese día hacía calor, pero al menos soplaba el aire. Ahmed, el dueño de la frutería al otro lado de la calle, se quejaba de que si la temperatura seguía aumentando no habría turistas a quienes venderles los tuppers de sandía, melón y fresa troceada, que los vecinos nunca compraban. Aladín conocía poco a los turistas. La mayoría de los que pasaban frente a su local se reían de que siguieran existiendo locutorios en un mundo en el que, según su forma de entender las cosas, cualquier persona tenía un ordenador y conexión a internet en casa.
Todavía no había terminado de bajar la reja del locutorio cuando se dio cuenta de que alguien le estaba observando. Era un hombre blanco de unos 40 años, vestido con un elegante traje de hilo. Tenía los brazos cruzados y parecía impaciente. A sus pies había un maletín. Aladín se acercó a él:
–¿Le puedo ayudar en algo?
El hombre miró a izquierda y derecha.
–Aquí no –susurró–. Acompáñame.
Aladín siguió al hombre por las callejuelas del Raval. La mayoría de comercios ya había cerrado. Solo los bares y los restaurantes mantenían la persiana abierta, además de los supermercados 24 horas de la zona. Aladín conocía a la familia del dueño del más grande, el 'Necessari'. Su hijo Mohamed era uno de sus mejores amigos. Fue el que más le ayudó cuando, con 18 años, salió del centro de menores no acompañados donde creció. Al principio le costó encontrar trabajo. Durante esa época, Mohamed le dio comida de la supermercado y le pasó recados de vecinos del barrio que necesitaban ayuda con una mudanza, o para entregar las llaves de pisos alquilados como apartamentos turísticos en el centro de Barcelona. A los pocos meses, Aladín consiguió trabajo en el locutorio. El amo del local, Rashid, era flexible con él; eso le permitió seguir con los estudios de formación profesional hasta graduarse como técnico en informática. Ahora, Aladín pensaba a menudo que el locutorio se le había quedado pequeño. En secreto, en la habitación del piso que compartía con cinco personas más, soñaba con presentar algún día algún proyecto tecnológico revolucionario ante alguien con capacidad para financiárselo. Quizás si se lo aceptaban tendría el valor de proponerle a Jasmin quedar con más frecuencia. Quizás entonces la podría invitar a tomar un café en el Starbucks que había en la calle siguiente a la que cerraba el Raval.
El hombre lo había conducido hasta un edificio neoclásico que en su tiempo había funcionado como complejo hospitalario y que ahora albergaba una institución cultural. Era de noche. Había personas por la calle bebiendo y charlando. Detrás de ellos, un hombre pintaba un grafitti en una pared en el que podía leerse: 'La belleza es tu cabeza'.
–He oído hablar de ti, Aladín. Me han dicho que eres muy bueno en lo que haces.
Aladín frunció el ceño.
–Soy muy bueno en muchas cosas.
Y lo decía porque lo pensaba de verdad.
Llegó a España en una patera, cuando tenía 10 años. Nunca supo quién lo metió allí ni por qué. Al pisar la arena blanca de la playa donde llegó a nado supo, por primera vez, lo que era pasar hambre. Así descubrió algo que marcó su vida: se le daba bien sobrevivir. Se escapó del grupo con el que había viajado y durmió dos días en la calle. Robó para comer, y se aseguró de no dejarse ver por nadie hasta que estuvo seguro de dónde podía pedir ayuda. Para entonces, Aladín ya había descubierto que el mundo no es un lugar seguro para los niños. Luego lo trasladaron al centro de menores de Barcelona. Allí aprendió el castellano, el catalán e inglés. En aquel tiempo descubrió que se le daban bien las lenguas. Pensó, en consecuencia, que quizás también se le daría bien aprender código. Así se inició en la informática. No se sorprendió al descubrir que aquello también se le daba bien.
–Debí presentarme antes –dijo el hombre–. Soy Alfons Jàfar y soy empresario. Estoy al cargo de un importante proyecto tecnológico lanzado en el distrito 22@. Estamos reclutando a jóvenes emprendedores para ponerlo en marcha. Durante una charla con un colega surgió tu nombre. Tengo entendido que has hecho algunos trabajos...
Aladín lo detuvo:
–Los he hecho.
Y no estaba orgulloso de ello. La informática y los ordenadores habían traído una era de desarrollo imparable, pensaba Aladín, y sin embargo se habían convertido también en herramientas a través de las que espirar, acceder y violar los derechos más básicos de las personas. Le habían propuesto hackear móviles robados para revenderlos, y lo había hecho. Le habían pedido que corrompiera discos duros con información que, de haber llegado a cualquier comisaría, habría llevado a los camellos del barrio derechitos a la cárcel. Pero con el sueldo en el locutorio le costaba llegar a fin de mes. Los alquileres en Barcelona eran caros. Hacía tiempo que las fruterías del barrio habían dejado de hacer rebajas a los vecinos, y los precios de los alimentos básicos no hacían más que aumentar. Ni siquiera en el Necessari podían ya darle un trato especial. Y la comida para gatos de Abú, el gato siamés de Aladín, tampoco era barata. Aladín trataba de convencerse de que, si ahorraba un poco más y conseguía que le subieran el sueldo, podría dejar de aceptar esos trabajos. Aun así, incluso él tenía sus límites: un joven de aspecto sombrío le pidió una vez que borrara los datos de memoria de su ordenador, en el que encontró fotos de varias menores de edad. Aladín llamó inmediatamente a la policía.
Alfons Jàfer cogió a Aladín del brazo y lo hizo retroceder un par de pasos. Sus rastros quedaron fuera del haz de luz del farol que iluminaba la calle.
–Necesito que entres en la red informática de este lugar por mí –le dijo, señalando la fachada del edificio–. Ahí hay un archivo que necesito. ¿Puedes hacerlo? Si lo haces y sale bien, tienes asegurado un puesto en el proyecto de emprendedores que yo mismo voy a financiar.
–¿De qué es el archivo?
–No necesitas saberlo.
Aladín examinó la fachada del edificio. Era la sede oficial de un organismo dedicado a la difusión cultural. Fuera cual fuera el contenido del archivo, no parecía tan éticamente reprobable que ayudara aquel hombre a conseguirlo.
–Lo haré –contestó.
Jàfar juntó las manos y sonrió de oreja a oreja.
–Excelente.
Iba a necesitar una tarjeta para acceder al interior del edificio y un USB con el mapa del servidor y una etiqueta con el nombre de usuario y contraseña que debía introducir para iniciar sesión. En el interior del maletín, le dijo Jàfar, encontraría ambas cosas. También hallaría un número de contacto de emergencia, por si algo se torcía.
Aladín vio a aquel hombre marcharse calle abajo, mientras escribía un mensaje de texto en su móvil de última generación. Conocía el modelo: un Iago 380I. Muchos de los clientes del locutorio le habían preguntado si allí tenían alguna forma de conseguir el modelo, agotado en la mayoría de tiendas. El único problema de aquel smartphone, según Aladín había averiguado en algún foro de internet, era su tendencia desmesurada a almacenar 'cookies', lo que lo hacía un dispositivo muy vulnerable.
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Aladín y el USB maravilloso
AdventureAladín trabaja en un locutorio del barrio del Raval de Barcelona. Un día recibe un encargo de Alfons Jàfar, un empresario que le promete un puesto en un proyecto de emprendedores si le consigue un archivo oculto en el servidor de una institución cul...