2

34 7 2
                                    

La puerta, de cristal transparente, era la única parte del edificio que no encajaba con su estilo neoclásico. Había sido sustituida por razones de seguridad. Aladín pasó por el lector magnético la tarjeta que encontró en el maletín. La puerta hizo un 'clic', y se abrió.

Ante él se extendía un pasillo oscuro, apenas iluminado por dos neones que arrojaban luz sobre dos esculturas que representaban a dioses clásicos. El suelo, de baldosas blancas y negras, estaba cubierto por una lujosa alfombra granate.

–Será la primera y la última vez en mi vida que pise la alfombra roja –murmuró Aladín.

Tardó poco en localizar la sala de informática, que se encontraba en la primera planta. Agudizó el oído al iniciar sesión en uno de los ordenadores, con las credenciales que encontró en el USB. No se oía ningún ruido, más que el de un grupo de personas charlando y riendo en la entrada de un jardín público cercano.

 Aladín enchufó el USB al ordenador. Inmediatamente se ejecutó un programa con un atlas del servidor compartido al que estaba conectado el ordenador, con indicaciones exactas para encontrar el archivo que Jàfar le había pedido. Tardó poco en localizarlo. Dudó un instante sobre si abrirlo o no. No obstante, su mano se adelantó: antes de que fuera consciente de haberlo elegido, su dedo índice hizo un 'doble clic' sobre el archivo.

Supo que había hecho mal un segundo antes de que todo se echara a perder.

Una sirena empezó a sonar por el pasillo del edificio. Los focos que iluminaban las amplias estancias del edificio empezaron a parpadear en color rojo.

–Mierda –murmuró Aladín.

Metió la mano rápidamente en el interior del maletín, en busca del número de teléfono para emergencias. Cuando lo encontró, tecleó el número en su móvil con una mano. Con la otra, hizo una copia de seguridad del archivo en el USB.

–¿Oiga? –dijo Aladín, cuando alguien descolgó el teléfono–. Algo ha ido mal. Está sonando una alarma.

Al otro lado de la línea se hizo el silencio.

–Si dices mi nombre, estás muerto. Nunca saldrás del agujero en el que vives, ¿está claro?

Era la voz de Jàfar. Después de decir aquello, colgó.

–¡Mierda! –repitió Aladín.

Se aproximaban varios coches de policía. Sus sirenas se oían por Las Ramblas de Barcelona. Aladín desconectó todo el sistema y se aseguró de meter el USB y la tarjeta identificativa dentro del maletín. Miró la calle a través de la ventana: la policía ya estaba allí. No podía arriesgarse a que le cogieran. Se jugaba más que cualquier otra persona: si le condenaban no solo iría a la cárcel, sino que al terminar su condena sería expulsado del país. Solo había una solución, se dijo: salir por el tejado.

Corrió por las escaleras en dirección a la azotea, tapándose los oídos. El ruido de la sirena era ensordecedor. Cuando llegó a la segunda planta, oyó el ruido de las botas de los policías sobre la alfombra. Eran pasos pesados y rápidos. Hubo un tiempo –las primeras veces que llegaba a casa después de uno de sus 'trabajos'– en el que les temió más que a nada. Luego aprendió que había personas a las que debía temer más, y maldijo no haberse dado cuenta de que Alfons Jàfar era sin duda una de ellas.

Aladín abrió una de las ventanas; no tenía tiempo de llegar a la azotea. Inspiró fondo antes de subirse al alféizar y rezó la frase de una oración perdida en su memoria. Solo pensaba en árabe cuando estaba asustado. Aunque no recordaba nada de su infancia, sabía a ciencia cierta que alguien le debió de enseñar a rezar. No creía en Dios, ni practicaba religión alguna. Sin embargo, se encomendó a Dios –o a Alá– en el momento en el que se dejó caer por la ventana del edificio.

Aladín y el USB maravillosoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora