Pronuncia un sí minúsculo, apenas dicho entre sus labios como la punta del pico de un polluelo, pero resuena en mi interior como mil tambores. Los escalofríos ponen en marcha el ruido de mi tic-tac, que parece un collar de perlas que se desliza entre sus dedos. Me siento invenciblemente feliz.
—¿Ha aceptado tu ramillete de gafas torcidas? —me pregunta Méliès—. ¡Le gustas! ¡No se acepta un regalo tan patético si no se siente algo! —añade divertido.
Después de haberle contado a Méliès todos los detalles de nuestro primer encuentro improvisado, y una vez que la euforia se aplaca de nuevo, le pido que revise un poco mi reloj, porque jamás antes había sentido emociones tan intensas. Oh, Madeleine, te vas a enfurecer… Méliès recupera su gran sonrisa de bigote, y enseguida se pone a manipular suavemente mis engranajes.
—¿Te duele algo?
—No, creo que no.
—Tienes los engranajes un poco calientes, pero nada anormal, todo funciona muy bien. Venga, ahora nos vamos. Necesitamos un buen baño y un lugar donde dormir.
Tras explorar el Extraordinarium, elegimos un campamento de barracas abandonadas para pasar la noche. Y a pesar de la decrepitud de esos lugares y el hambre que nos atenaza, dormimos como bebés.
Se acerca el alba y ya he tomado una decisión: tengo que arreglármelas para conseguir trabajo en los alrededores.
En el Extraordinarium todos los puestos están ocupados. Todos salvo uno, en el tren fantasma, donde hace falta alguien para asustar a los pasajeros durante el trayecto. A fuerza de tenacidad he terminado consiguiendo una entrevista con la dueña del lugar al día siguiente por la tarde.
En espera de que las cosas mejoren, Méliès practica unos cuantos juegos de manos en la entrada con su vieja baraja de cartas trucadas. Tiene mucho éxito, sobre todo con las mujeres. Las «bellezas», como él las llama, se amontonan alrededor de su mesa de juego y se maravillan con cada uno de sus gestos. Él les explica que está a punto de inventar una historia en movimiento, una especie de libro fotográfico que se animará. Él sí sabe cómo fascinar a las «bellezas».
Esta mañana le he visto recoger cartones y recortar siluetas de cohetes. Creo que aún piensa en recuperar a su novia; vuelve a hablar de viajar a la luna. Su máquina de los sueños se pone de nuevo en marcha, lentamente.
Son las seis de la tarde cuando me presento ante la gran barraca de piedra del tren fantasma. Me recibe la dueña, una anciana arrugada que responde al nombre de Brigitte Heim.
Los rasgos de su rostro transmiten cierta crispación, parece que muerde un cuchillo entre los dientes. Lleva unos zapatos grandes y viejos; son sandalias de monja, ideales para aplastar sueños.
—Entonces dime, ¿cómo es que quieres trabajar en el tren fantasma, enano?
Su voz recuerda a los gritos que pudiera dar una avestruz, una avestruz de bastante mal humor. Tiene el don de provocar angustia inmediata.—¿Qué sabes hacer para asustar?
La última frase de Jack el Destripador regresa a mis oídos como un eco: «Muy pronto aprenderás a asustar para existir».
Me desabrocho la camisa y doy una vuelta con la llave para hacer sonar el cuco. La dueña me observa con el mismo desdén que el relojero parisino.
—¡No nos vamos a hacer millonarios con eso! Pero no tengo a nadie, así que me parece bien que trabajes aquí.
Me trago mi orgullo, pues me gustaría enviarla a paseo pero necesito ese maldito trabajo.