C A P I T U L O. O2

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La doctora Madeleine recibe visitas a diario. Tiene muchos pacientes sin recursos económicos que cuando sufren dolencias, fracturas o malestares varios llaman a su puerta. La doctora Madeleine es generosa y le gusta ayudar a la gente curando sus corazones; ya se trate de ajustar un mecanismo o de sanarlo con charla y cariño, lo que más satisface a la doctora es arreglar corazones dañados.

    Desde el día de mi nacimiento me siento normal con mi reloj en el corazón, sobre todo después de escuchar cómo un paciente se quejaba de la herrumbre de su columna vertebral.

    —¡Es metálica! ¡Es lógico que emita sonidos así! —argumenta la doctora.

    —¡Sí, pero rechina en cuanto levanto un brazo!
    —Ya le he prescrito un paraguas. Es difícil de encontrar en las farmacias, ya lo sé. Por esta vez, le prestaré el mío, pero procure conseguir uno antes de nuestra próxima visita.

    En casa de la doctora también estoy acostumbrado a ver un desfile de jóvenes parejas bien vestidas que remontan la colina para adoptar a los hijos que no han logrado tener. El asunto se desarrolla como quien visita un piso que piensa comprar. Madeleine presenta a los niños, haciendo publicidad de sus méritos: un niño que no llora jamás, que come equilibradamente, que es muy limpio…

    Espero mi turno, sentado en un sofá. Soy el modelo más pequeño, un niño portátil que incluso podrían meter en una caja de zapatos. Cuando los futuros padres adoptivos se fijan en mi, la escena que viene a continuación es siempre la misma: sonrisas más o menos forzadas, miradas compasivas y después uno de los futuros padres pregunta: «¿De dónde viene ese tictac que se oye?».

    Entonces la doctora me sienta sobre sus rodillas, me desabrocha el vestido y descubre mi vendaje. Algunos gritan, otros se reprimen pero hacen una ligera mueca y dicen:

    —¡Oh, Dios mío! ¿Qué es esa cosa?

    —Esta «cosa», como usted la llama, es un reloj que le permite al corazón de este niño latir con normalidad, le da vida —responde ella con sequedad.

    Las parejitas no pueden ocultar el disgusto y se dirigen a la habitación de al lado para murmurar, pero el veredicto no cambia jamás:

    —No, gracias. ¿Podemos ver otros niños?

    —Sí, síganme, tengo dos chiquillas que nacieron la semana de Navidad —propone ella casi con regocijo.

    Al principio no me daba cuenta de lo que ocurría, era —demasiado pequeño—, pero a medida que fui creciendo empezó a resultarme denigrante mi condición de ser el único niño que nadie quería adoptar, convirtiéndome en el perro más viejo de la perrera. Me pregunto por qué un simple reloj puede repeler de ese modo a la gente. ¡Al fin y al cabo, no es más que madera!

    Hoy, tras haber sido rechazado en adopción por enésima vez, Arthur se ha acercado a mí. Arthur es un paciente habitual de la doctora, un viejo oficial de policía que se ha convertido en un pobre mendigo borracho. Lo tiene todo arrugado, desde la gabardina hasta los párpados. Es bastante grande. Y lo sería aún más si anduviera derecho. Normalmente no habla conmigo, y a mí me gusta el modo que tenemos de no hablarnos. Hay algo tranquilizador en su modo de cruzar la cocina cojeando, con una media sonrisa mientras gesticula con la mano.

    Madeleine continúa ocupada en la otra habitación; está hablando con la pareja que busca adoptar un niño. Entonces es cuando veo que Arthur me observa y se inclina hacia mí. Su columna vertebral chirría como una vieja puerta metálica. Finalmente dice:

    —¡No te preocupes, pequeño! En la vida todo viene y va, ya se sabe. Uno siempre sale adelante, aunque le cueste su tiempo. Yo perdí el empleo pocas semanas antes del día más frío de la historia, y poco después mi mujer me puso de patitas en la calle. Y pensar que había aceptado volver a la policía por ella. Yo, que soñaba con llegar a ser músico, tuve que renunciar a mis aspiraciones artísticas porque no llegábamos a fin de mes. Y sirvió de muy poco.

la mecanica del corazonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora