Había pasado poco más de un mes desde que don Antonio había muerto. La carta le había sido entregada a Bryan al día siguiente de su entierro y para entonces la había leído un total de siete veces. Sintió lástima por el viejo, pero tal y como él dijo no derramó una sola lágrima. Lo quería, pero no para tanto, había pensado Bryan. Su relación con él había sido nula desde siempre. Cuando de pequeño le visitaba lo regañaba por todo, y trababa de hacerlo quedar mal con sus padres para que lo castigaran, además de eso si Bryan se descuidaba recibía de su abuelo un casquín en la cabeza que dolía como mil demonios. Era el único de los nietos que no recibía dinero de su abuelo, esos «cinco córdobas» de los que hablaba la carta.
Que la casa le fuera heredada era solo consecuencia de ser el único familiar del que don Antonio tenía información y sabía cómo contactar, además de su hijo, el padre de Bryan, claro está, a quien habían encajado treinta y tres años en La Modelo, la cárcel más temida y conocida del país, por homicidio atroz contra su esposa. Don Antonio desde entonces no tuvo ningún acercamiento con él.
La experiencia de ir e identificar el cuerpo de su abuelo y a reclamarlo como familiar no fue para nada grata y terminó estremeciendo la mente de Bryan . Más que ver a el rostro mohoso de don Antonio, miraba el rostro lozano de la muerte y pensó que bien podría ser el próximo, solo que a diferencia de su abuelo no habría nadie que lo reclamara. Cuando Bryan preguntó la causa de la muerte le dijeron que había sido un paro cardíaco y que al parecer un vecino que asomó por la puerta había reportado la tragedia.
Cuando Bryan se instaló por fin en la casa vio que el estado en el que se encontraba no era tan malo, se imaginaba algo peor. Se tomó su tiempo para limpiar y ordenar, pero cuando terminó de arreglar las pocas cosas que había llevado una palabra iluminó su mente como un anuncio llamativo de neón: «oportunista». Sí, eso debe decir la gente que me vio llegar, dijo. Pero al cabo de unos segundos le dio igual, a rey muerto rey puesto, pensó, por lo menos cumplí con los últimos deseos del viejo. Y así fue, lo enterró en un cementerio llamado Milagro de Dios; no hubo vela ni plegarias a su favor; tampoco misa ni sermón religioso de algún pastor, pues cobraban por el servicio. Creo en el Señor, pero no creo en los hombres ni en la religión, acostumbraba decir don Antonio de todas formas.
A los pocos días de estar en casa Bryan se percató de que su abuelo no era bien querido en el barrio. Lo tenían por tacaño, moclín y amargado. En los muros de la casa habían rayado, al parecer niños, frases como: don toño me la chupa, aqui vibe un biejo juelagranputa, y biejo pelom, acompañado de dibujos entre obscenos y chistosos, la mayoría inspirados en la cabeza calva del difunto. El día que Bryan se dedicaba a borrar la retahíla de insultos vio escrito, esta vez no por un niño, algo en un tono algo diferente, me cagaré en tu tumba, leía.
Bryan pensó en la frase durante el resto del día. Se preguntó qué clase de hombre había sido su abuelo como para que deseasen verlo muerto. Por alguna razón cada vez que pensaba en ello la palabra oportunista asaltaba de nuevo su cabeza, palabra que luchaba por espantar y consideraba repugnante, repugnante como el hecho de que lo único valor que tenía ahora había sido arrebatado de las manos de un viejo moribundo. Sí, oportunista.
Con todo, Bryan no se consideraba alguien codicioso, nunca le deseo nada malo a su abuelo, pero reconocía que la herencia de la casa le había venido como anillo al dedo. Durante mucho tiempo rentó a precios nada módicos habitáculos donde solo alcanzaban él, un cesto para la ropa (por lo general sucia), dos sillas que encajaban una encima de la otra, una pequeña cocina eléctrica y una vieja cama unipersonal que rechinaba como puerco en ejecución al menor contacto. Si se hacía algo de espacio también cabía una mujer, o un hombre, según las preferencias del día, el único lujo que su salario de tendedor en la Istmo Textil le podía dar: un pargo rojo el servicio completo; nada de relaciones serias, porque no tenía nada que ofrecer. Muchas noches debió comer labios lánguidos, lenguas alastes de alcohol y tabaco, y piel aderezada de sudor hasta saciarse, porque luego quedaba corto con el mes y la cena era dada en sacrificio en nombre del Sexo. Sin bien alguna vez pensó en decirle a su abuelo que le diera lugar en su casa, nunca lo hizo, pensar en ello solo lo hacía sentir más miserable, y menos mal, porque luego hubiesen chismeado babosadas, decía Bryan.
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El Huésped
HorrorUna carta, una casa y un viejo muerto. Las cosas parecen mejorar para Bryan, al menos hasta que descubre mis verdaderas intenciones.