IV-El día perfecto

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A las nueve de la mañana Bryan ya estaba bañado, arreglado y perfumado. No para salir, al menos de momento, sino para estar cómodo en casa. Luego se preparó una taza de café instantáneo para terminar de espabilarse. El café aún hervía en la taza y exhalaba un vaho denso con un olor que se disfrutaba más con los ojos cerrados, el secreto es el humito, rezaba el eslogan del empaque ya vacío, y algo de razón había en la frase. Sin embargo, había otro olor en el ambiente, uno más añejo que provenía de la entera casa que ahora habitaba Bryan: era aire póstumo.

Ya habían pasado dos meses del fallecimiento de su abuelo y la casa seguía igual que entonces: muebles, sillas, mesas y maceteros eran degradados por el moho del tiempo y producían un olor a melancolía rancia. En realidad, don Antonio nunca movió nada de su lugar desde la muerte de doña Dolores. La carta decía: darle algo de vida a este lugar. Bryan recordó esa parte y, como aún era temprano, quiso aprovechar el tiempo para cambiar algunas cosas.

Era ese olor rancio a viejo el que desagradaba a Bryan, que por lo general toleraba, pero ese día era para disfrutar. Al cabo de una hora y media de trabajo el lugar tenía otra pinta. Bryan descubrió que los calaches acumulados en cincuenta y siete años de matrimonio pueden ser muchos, así que seleccionó las cosas que podrían ser útiles y apartó aquellas que vendería a El Gato, quien era una especie de buitre que buscaba carroñas de aluminio, cobre, plástico, hierro y todo aquello de lo que se pudiera sacar ganancia, incluso niños, decían algunos.

Antes de preparar el almuerzo e ir por cerveza y hielo Bryan se dirigió a su cuarto, el único que había, y se tendió boca arriba sobre la cama mientras el aire de un viejo abanico azotaba su rostro. Era un día caluroso, algo normal en Agosto.

El cuarto era pequeño, pero con espacio suficiente para moverse sin tropezar con nada, en comparación con los lugares que había rentado era como estar en una habitación del Hyatt Place, de Managua. Tenía un espejo de pared de buen tamaño, además de un pequeño librero y una cama matrimonial, sí, una enorme cama matrimonial que no rechinaba. Bryan se excitó al pensar en el estreno que le daría a esa cama esa misma noche con Melissa. Entre una fantasía sexual y otra Bryan pensó que sería el día perfecto. Poco a poco sus ojos cedieron al peso de la complacencia hasta quedar dormido.

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