Noche tercera

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Hoy ha sido un día triste, lluvioso, sin un rayo de luz, como será mi vejez. Me acosan unos pensamientos tan extraños y unas sensaciones tan lúgubres, se agolpan en mi cabeza unas preguntas tan confusas, que no me siento ni con fuerzas ni con deseos de contestarlas. No seré yo uien ha de resolver todo esto.

Hoy no nos hemos visto. Ayer, cuando nos despedimos, empezaba a encapotarse el cielo y se estaba le vantando niebla. Yo dije que hoy haría mal tiempo Ella no contestó, porque no quería ir a contrapelo de sus esperanzas. Para ella el día sería claro y sereno, ni una sola nubecilla empanaria su felicidad.

-Si llueve no nos veremos -dijo-. No vendré. 

Yo pensaba que ella no haría caso de la lluvia de hoy, pero no vino. Ayer fue nuestra tercera entrevista, nuestra tercera noche blanca...

¡Pero hay que ver cómo la alegría y la felicidad hermosean al hombre! ¡Cómo hierve de amor el corazón! Es como si uno quisiera fundir su propio corazón con el corazón de otro, como si quisiera que todo se regocijara, que todo riera. ¡Y qué contagiosa es esa alegría! ¡Ayer había en sus palabras tanto deleite y en su corazón tanta bondad para conmigo! ¡Qué tierna se mostraba, cómo me mimaba, cómo lisonjeaba y con fortaba mi corazón! ¡Cuánta coquetería nacía de su felicidad! Y yo... lo creía todo a pies juntillas, pensaba que ella. ..

Pero, Dios mío, ¿cómo podía pensarlo? ¿Cómo podía ser tan ciego, cuando ya otro se había adueñado de todo, cuando ya nada era mío? ¿Cuando, al fin y al cabo, esa ternura de ella, esa solicitud, ese amor..., sí, ese amor hacia mí, no eran sino la alegría ante la próxima entre vista con el otro, el deseo de ligarme también a su felicidad? Cuando él no vino y nuestra espera resultó inútil, se le anubló el rostro, quedó cohibida y acobardada. Sus palabras y gestos parecían menos frívolos, menos juguetones y alegres. Y, cosa rara, redoblaba su atención para conmigo, como si deseara instintivamente comunicarme lo que quería, lo que temía si la cosa no salía bien. Mi Nastenka se intimidó tanto, se asustó tanto, que por lo visto comprendió al fin que yo la amaba y buscaba cobijo en mi pobre amor. Es que cuando somos desgraciados sentimos más agudamente la desgracia ajena. El sentimicnto no se dispersa, sino que se reconcentra.

Llegué a la cita con el corazón rebosante e impaciente por verla. No podía prever lo que siento ahora, ni el giro que iba a tomar el asunto. Ella estaba radiante de felicidad. Esperaba una respuesta y la respuesta era él mismo. Él vendría corriendo en respuesta a su llamamiento. Ella había llegado una hora antes que yo. Al principio no hacía sino reír, respondiendo con carcajadas a cada una de mis palabras. Estuve a punto de hablar, pero me contuve.

-¿Sabe por qué estoy tan contenta? ¿Tan contenta de verle? -preguntó-. ¿Por qué le quiero tanto hoy?

-¿Por qué? -pregunté yo a mi vez con el corazón trémulo.

-Pues le quiero porque no se ha enamorado de mí. Otro, en su lugar, hubiera empezado a importunarme, a asediarme, a quejarse, a dolerse. ¡Usted es tan bueno!

Me apretó la mano con tanta fuerza que casi me hizo gritar. Ella se echó a reír.

-¡Dios mío, qué buen amigo es usted! -prosiguió, seria, al cabo de un minuto-. ¡Que sí, que Dios me lo ha enviado a usted! Porque ¿qué sería de mí si no estuviera usted conmigo ahora? ¡Qué desinteresado es usted! ¡Qué bien me quiere! Cuando me case, seguiremos muy unidos, más que si fuéramos hermanos. Voy a quererle a usted casi tanto como a él.

En ese instante sentí una horrible tristeza y, sin embargo, algo así como un brote de risa empezó a cosquillearme el alma.

-Está usted arrebatada --dije-: Tiene usted miedo. Piensa que no va a venir.

Noches Blancas - DostoyevskiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora