La mañana

3.4K 229 99
                                    

Mis noches terminaron con una mañana. El día estaba feo. Llovía, y la lluvia golpeaba tristemente en mis cristajes. Mi cuarto estaba oscuro y el patio sombrío. La cabeza me dolía y me daba vueltas. La fiebre se iba adueñando de mi cuerpo.

-Carta para ti, señorito. El cartero la ha traído por correo interior --dijo Matryona inclinada sobre mí.

-¿Una carta? ¿De quien? -grité saltando de la silla.

-No tengo idea, señorito. Mira bien. Puede que esté escrito ahí.

Rompí el sello. Era de ella.

«Perdone, perdóneme -me decía Nastenka-, de rodillas se lo pido, perdóneme. Le he engañado a usted y me he engañado a mí misma. Ha sido un sueño, una ilusión... ¡No puede imaginarse cómo le he echado de menos hoy! ¡Perdóneme, perdóneme! 

»No me culpe, porque en nada he cambiado con respecto a usted. Le dije que le amaría y ya le amo, y aún le amo más de la cuenta. ¡Ay, Dios mío! ¡Si fuera posible amarles a ustedes dos a la vez! ¡Ay, si fuera usted él! »  

«¡Ay, si él fuera usted!» -me cruzó por la mente. ¿Recordé tus propias palabras, Nastenka? «¡Dios sabe lo que yo haría por usted ahora! Sé que está usted apesadumbrado y triste. Le he agraviado, pero ya sabe usted que quien ama no recuerda largo tiempo el agravio. Y usted me ama.

»Le agradezco, sí, le agradezco a usted ese amor. Porque ha quedado impreso en mi memoria como un dulce sueño, un sueño de esos que uno recuerda largo rato después de despertar; siempre me acordaré del momento en que usted me abrió su corazón tan fraternalmente, en que tomó en prenda el mío, destrozado, para protegerlo, abrigarlo, curarlo... Si me perdona, mi recuerdo de usted llegará a ser un sentimiento de gratitud que nunca se borrará de mi alma... Guardaré ese recuerdo, le seré fiel, no le haré traición, no traicionaré mi propio corazón; es demasiado constante. Ayer se volvió al momento hacia aquél a quien ha pertenecido siempre.

»Nos encontraremos, usted vendrá a vernos, no nos abandonará, será siempre mi amigo, mi hermano. Y cuando me vea me dará la mano... ¿verdad? Me la dará usted en señal de que me ha perdonado, ¿verdad? ¿Me querrá usted como antes?

»Quiérame, sí, no me abandone, porque yo le quiero tanto en este momento... porque soy digna de su amor, porque lo mereceré... ¡mi muy querido amigo! La semana entrante nos casamos. Ha vuelto enamorado, nunca me olvidó. No se enfade usted porque hablo de él. Quisiera ir con él a verle a usted; usted le cobrará afecto, ¿verdad?

»Perdónenos, y recuerde y quiera a su Nastenka.»

Leí varias veces la carta con lágrimas en los ojos. Por fin se me escapó de las manos y me cubrí la cara.

-¡Mira, mira, señorito! -exclamó Matryona.

-¿Qué pasa, vieja?

-Que he quitado todas las telarañas del techo. Ahora, cásate, invita a mucha gente, antes de que el techo se ensucie otra vez...

Miré a Matryona... Era todavía una vieja joven y vigorosa. Pero no sé por qué, de repente se me figuró apagada de vista, arrugada de piel, encorvada, decrépita. No sé por qué me pareció de pronto que mi cuarto envejecía al par que Matryona. Las paredes y los suelos perdían su lustre; todo se ajaba; las telarañas agranda ban su dominio. No sé por qué, cuando miré por la ventana, me pareció que la casa de enfrente también se deslustraba y se ajaba, que el estuco de sus columnas se desconchaba, se desprendía, que las cornisas se ennegrecían y agrietaban, y que las paredes se cubrían de manchas de un amarillo oscuro y chillón...

Quizá fuera un rayo de sol que, tras surgir de detrás de una nube preñada de lluvia, volvió a ocultarse de repente y lo oscureció todo a mis ojos. O quizá la perspectiva entera de mi futuro se dibujó ante mí tan sombría, tan melancólica, que me vi como soy efectivamente ahora, quince años después, como un hombre envejecido, que sigue viviendo en este mismo cuarto, tan solo como antes, con la misma Matryona, que no se ha despabilado nada en todos estos años.

¿Pero suponer que escribo esto para recordar mi agravio, Nastenka? ¿Para empañar tu felicidad clara y serena? ¿Para provocar con mis amargas quejas la angustia en tu corazón, para envenenarlo con secretos remordimientos y hacerlo latir con pena en el momento de tu felicidad? ¿Para estrujar una sola de esas tiernas flores con que adornaste tus negros rizos cuando te acercaste con él al altar ... ? ¡Ah, nunca, nunca! ¡Que brille tu cielo, que sea clara y serena tu sonrisa, que Dios te bendiga por el minuto de bienaventuranza y felicidad que diste a otro corazón solitario y agradecido!

¡Dios mío! ¡Sólo un momento de bienaventuranza! Pero, ¿acaso eso es poco para toda una vida humana?

FIN 

Noches Blancas - DostoyevskiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora