Capítulo 1

41 4 0
                                    



El hostal donde habían parado era de los que le gustaban a Lina: barato, tranquilo

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

El hostal donde habían parado era de los que le gustaban a Lina: barato, tranquilo.

Algún imbécil pensó que sería buena idea construir una posada en la cima de una colina y, por supuesto, las vistas eran increíbles. Las mesas estaban tan vacías que la sala se veía que daba gusto.

—¿Y Gourry? —dijo una voz grave.

Lina despegó la vista de las cocinas para mirar a las dos personas que se sentaban delante. A Zelgadis no le sentaban bien las mañanas. Su rostro azul parecía más huraño sin su café del desayuno, su ceño de piedra más fruncido. A su lado, Amelia era su opuesto. La princesa tenía una expresión risueña y canturreaba para sí, distraída.

—¿Ese idiota? —contestó Lina— Se habrá perdido.

—¿De su habitación al comedor? —siguió la quimera.

—¿Te extraña?

No, no le extrañaba a nadie. Y eso, justamente eso, era lo que hacía su malévolo plan tan perfecto. Sabía que Gourry bajaría tarde esa mañana. Lo sabía y lo gozaba, pues ese hecho se traducía en dos palabras que Lina amaba con locura: "comida" y "gratis". Veréis, Gourry era un mercenario bastante maniático, con unos rituales que Lina conocía al dedillo. Siempre dejaba su cartera sobre la mesilla de noche; siempre salía a hacer ejercicio antes de desayunar y siempre, siempre, siempre, dejaba la llave escondida en el marco para abrir a su vuelta. Esa mañana, Lina había amanecido especialmente arisca y, casualidades de la vida, una pérfida idea se empezó a formar en su mente. La hechicera escurrió una sonrisa mientras pensaba, cartera de Gourry en mano, lo increíble que era el ser humano y su rutina.

El olor cortante del café amargo se mezclaba con el contundente chuletón y la grasienta ración de patatas. La hechicera lanzó un suspiro. La mañana se había convertido en hábito: el típico chuletón de desayuno; la energía alegre de Amelia; la acostumbrada taza de café de Zel. Lo que vino a continuación, sin embargo, no entraba dentro de sus rutinas. Lina se atragantó con el chuletón de ternera. Lo había visto. Lo había visto. La sonrisa y sorpresa en la boca amarga de Zel, el sobresalto que había dado la quimera, el juego de miradas, el sonrojo de la princesa y la sonrisa inquieta. Ahí había habido roce. Y no una caricia descuidada. No. Roce roce.

¿Cómo? ¿Cuándo? Las preguntas se acumulaban en su cabeza y el maldito trozo de chuletón seguía atascado en su garganta. Lina tosió y atrajo las miradas de sus amigos.

—¿Lina? ¿Qué pasa? —preguntó inocente Amelia— ¿Estás bien?

El trozo de carne bajó y ella abrió la boca para contestar. La cerró sin emitir sonido. ¿Qué cojones iba a decir? No se le ocurrió nada así que, en un terrible intento de actuación, siguió tosiendo.

El espectáculo resultaba lamentable. Amelia parecía preocupada por su amiga, pero Zelgadis no parecía muy convencido con la escena. Por si acaso, tosió un poco más. Y, entre tos y tos, apareció el mercenario rubio.

Secretos y churrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora