Capítulo 2: Cuidare de ti

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Todos sus músculos ardían, agonizaban. Llevaba trece días cazando, destrozando a cada caminante, cargando y descargando la ballesta. Sin dormir, apenas comiendo. No podía. Cada vez que cerraba sus ojos veía a Beth.

Siempre lo había hecho, siempre la veía al dormir, era lo único que lo tranquilizaba lo suficiente como para conciliar el sueño y no despertarse a mitad de la madrugada sintiendo los cinturonazos en su espalda como si su padre aún estuviera con él. Pero ahora era diferente.

Antes él solo pensaba en lo bonito que era su cabello y cómo brillaban sus ojos celestes, pero ahora veía más. Veía como el sol enrojece su piel tan solo alumbrarla. Veía su piel todo el tiempo. Y no entendía porqué.

Algo en su bajo vientre pulsaba con necesidad cuando Beth colgaba la pequeña ropa de Judith en el tendal improvisado y su camiseta se levantaba lo suficiente como para dejar asomar una pequeñísima franja de piel.

Ocho. Ocho eran los lunares que Beth tenía. Tres en el brazo derecho. Dos en el izquierdo. Uno en el hombro. Uno en el homoplato. El octavo, el octavo le hacía arder el estómago, porque estaba justo en su pecho, solo pocas veces llegaba a verse cuando durante el reparto de ropas le tocaba algo muy grande para su menudo cuerpo. No quería mirar nada que pudiese hacerlo pensar en esa noche.

Él había mirado a Beth.

No la había mirado sólo como un ser etéreo, como un rayo de sol. No.

Había mirado su cintura, su pecho.

¿Por qué ahora?

No recordaba la primera vez que se había masturbado, o si alguna vez lo había hecho. Quizás alguna vez bajo la influencia de alguna droga que Merle le proporcionaba, en ocasiones sin pedir consentimiento.

No recordaba haber tenido la necesidad de aliviar esa parte de su ser. Sabía que algo en él estaba roto, destrozado, anormal. Que debería sentir algo al ver la pornografía de su hermano, o los clubes de strippers donde Merle lo llevaba para encontrarse con sus dillers.

Pero no. Nunca había sentido nada. Hasta Beth.

Dulce Elizabeth.

Dulce piel pálida.

Dulce cintura de muñeca.

Dulce pezón evidenciado por la tela.

Cambió el peso de un pie al otro, sentía una incomodidad al caminar y no era tan ignorante como para no darse cuenta de que era porque su miembro se estaba endureciendo. Conocía el sistema, conocía el procedimiento. Su padre, su hermano, sus compañeros, las revistas, los videos, todo era tan explícito que era imposible no saber cómo, qué, porqué.

Lo que no entendía es porqué él.

Entró a la prisión, encontró un plato con comida en la cocina para él, tragó rápidamente sin siquiera buscarle sabor a la comida y se dirigió directo a la última celda del bloque C, donde se escondería hasta la madrugada siguiente para volver a salir. Su celda fría y estéril.

Dejó la ballesta contra la pared, en su punto habitual. Se quitó el chaleco que lo aislaba pobremente del frío.

Solo cuando se giró para dirigirse a la cama la vio. Beth lo observaba con una de sus sonrisas, cálidas. Incluso en la oscuridad su piel resplandecía.

No. Por favor, No.

Era tarde, demasiado. Podía escuchar varios ronquidos en el eco de los pasillos de concreto. ¿Por qué estaba allí, sentada en su cama? ¿Por qué traía el cabello rubio libre de la coleta y la trenza, cayendo como cascada y envolviendola como un maldito ángel? ¿Por qué había traído él o quién sea aquellos pantaloncillos de pijama a rayas que dejaban a la vista una porción de piel más que torturaba su cordura?

Dulce BethDonde viven las historias. Descúbrelo ahora