EPÍLOGO

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Habían decido incinerar el cuerpo de Ilian. Era lo más seguro para evitar que Millenium profanara su tumba, exhumara el cadáver y extrajera muestras de él. Alucard se había mostrado conforme con ello, o todo lo conforme que podía mostrarse ya que, tras volver de a donde fuera que hubiera estado, con el cadáver de su hija en brazos envuelta en la capa negra, apenas había salido de sus aposentos o hablado con alguien. Estaba taciturno y apagado. Se había encerrado en sí mismo por completo.

Íntegra lo hizo llamar un atardecer.

—Alucard, sé... supongo, por tu actitud, que estás de duelo —comentó la mujer, intentado encontrar tacto en lo que debía decirle—. Pero tenemos trabajo que hacer, y tu actitud ahora mismo no nos es útil.

El vampiro se mantuvo en silencio frente a ella, con la vista baja, perdido en alguna parte de su memoria.

—Tras todo lo que ha pasado hemos detectado movimiento al fin. Millenium se ha desplazado de nuevo a Sudamérica, a Brasil. Te voy a enviar allí para que los encuentres —prosiguió ella—. Podrás volcar tu furia en ellos si quieres, vengarte en cierto modo. Al fin y al cabo fueron los que ayudaron a acelerar la transformación de tu hija e intentaron diseccionarla en varias ocasiones.

El no-muerto alzó entonces la vista y se la quedó mirando. En sus ojos rubí brilló la rabia unos segundos.

—Iré —accedió—. Pero antes he de ir a otro sitio. Y necesito un avión.

Íntegra asintió, conforme.

† ..... † ..... †

El pequeño jet privado tomó tierra en el Aeropuerto Internacional de Sibui. Nada más bajar del avión Alucard se topó con las impresionantes vistas de los Cárpatos. Junto a ellas le llegó el aroma de los abetos, el olor de la tierra que lo vio nacer y morir, y que abandonó hacía mucho. Los recuerdos empezaron a agolparse, pero se esforzó en ignorarlos, en volver a enterrarlos bien lejos de él, bajo capas y capas de oscuridad.

—¿Todo bien? —le preguntó Pip, dándole una calada a su cigarrillo.

—Sí. Hacía tiempo que no venía por aquí.

—Voy a buscar un vehículo para...

—No. Iré solo.

El mercenario lo miró con comprensión.

—Como quieras, pero no tardes mucho, tenemos que ponernos en marcha antes de que caiga la noche, órdenes de Íntegra —volvió a subir al jet.

No apareció directamente en la aldea, prefirió caminar entre los árboles. Había pasado mucho desde que Ilian lo arrasó, y aunque el verde había retornado y se había adueñado del terreno, casi haciendo desaparecer bajo la vegetación los restos del pueblo, no se escuchaba nada salvo el crujir de las ramas por el viento. La muerte y la oscuridad habían dejado su sello allí. Se podía respirar el miedo en el aire y ningún ser vivo, a excepción de las plantas e insectos, se había atrevido a volver a Sirvragi. Ascendió la ladera en dirección a la granja, sintiendo una dolorosa presión en el pecho. Dio las gracias porque el bosque lo hubiera reclamado todo y no le dejara ver las ruinas de la casa hasta que prácticamente llegó a ellas.

Una lágrima solitaria recorrió su mejilla. Apenas quedaba nada de lo que en su momento fue una pequeña vivienda de dos plantas, cálida y acogedora. Habían pasado más de cien años y aún así consiguió ver en las maderas, podridas y prácticamente deshechas, y en las piedras de una de las paredes y la chimenea, los restos del fuego que la consumió. Sintió rabia, y culpa, y pena. Aquello lo había provocado él y sabía que no se lo perdonaría jamás.

Se alejó de las ruinas y fue en busca del manzano. Encontró el viejo tronco del árbol ya muerto. Y junto a sus raíces una pila de rocas cuidadosamente colocadas, forradas de musgo. Alucard sacó de la bolsa que cargaba la urna donde había guardado las cenizas de Ilian y su muñeca. Colocó el juguete en la base, entre el musgo, con delicadeza. Con manos menos firmes de las que le hubiera gustado, abrió la urna, y luego la volcó con cuidado para que la arena oscura cayera sobre el terreno verde y mullido.

La había llevado de vuelta a casa, junto a su madre. Sentía que era lo mínimo que podía hacer por ella, lo único a esas alturas. Quería que descansaran juntas y en paz. Al fin libres del miedo y la oscuridad, o eso esperaba. Una parte de él deseó poderse unir a ambas, la parte humana que aún guardaba en algún recoveco dentro de él.

Desde la urna cayó al suelo algo pesado. Alucard se agachó y cogió entre sus dedos el relicario de plata, el fuego lo había deformado y había borrado el dibujo de la mariposa. Con dificultad logró abrirlo. Estaba vacío, la foto del interior se había quemado, como el resto de cosas allí. Supuso que era lo mejor. Lo mejor para él. No tener nada que le hiciera recordar que por unos momentos lo tuvo todo y lo echó a perder. Que destruyó todo lo hermoso que creó.

Dejó el relicario sobre las piedras de la tumba ahora compartida. Una ligera brisa corrió entre los árboles, acariciándole la mejilla. Se llevó una mano a ella, le había parecido escuchar que lo llamaban en un susurro. Quiso creer que eran ellas, despidiéndose, y se puso en pie para no volver nunca.

Allí quedaba su felicidad, su corazón, los últimos resquicios de su alma humana, junto a la única mujer a la que amó de verdad y la hija que le enseñó el valor y el dolor del sacrificio. Quizá algún día podrían reunirse de nuevo, en alguna parte.

Y con ese quizás, con esa tenue luz de esperanza, débil como la llama de una vela y oculta donde nadie pudiera encontrarla, se encaminó hacia Hellsing de nuevo. Vacío y muerto, como siempre debió haber sido. Para cumplir su castigo y penitencia por los errores acumulados, para hacer lo que mejor se le daba: matar monstruos como él.

 Para cumplir su castigo y penitencia por los errores acumulados, para hacer lo que mejor se le daba: matar monstruos como él

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Hellsing. Sangre y SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora