4: ¿Son eternos los abrazos de nuestros padres?

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En el inabarcable tapiz de la existencia, los primeros ángeles que cruzan nuestro sendero son aquellos que ostentan el título más sagrado: nuestros padres, auténticas joyas vivientes en el firmamento de nuestras vidas. Se erigen como guardianes incondicionales, dispuestos a ofrendar sus propias vidas sin titubear, gesto que refleja el amor puro e inquebrantable que nos profesan.

A las primeras luces del día, cuando el sol aún reposa en el horizonte, ellos se alzan con la determinación de titanes para emprender la jornada. A las 6:00 a.m., el reloj del deber comienza su marcha, marcando el inicio de una jornada en la que labran incansablemente el sustento que nos permite no solo subsistir, sino vivir con bienestar.

Cada día es un acto de sacrificio, una expresión tangible de su devoción. No se trata solo de proveedores materiales, sino de faros luminosos en la oscuridad de nuestros pesares. En cada dolor que nos aflige, sus manos amorosas son bálsamo reparador, y en cualquier tormenta, son el resguardo que nos ampara. Son los héroes cotidianos que, sin titubear, enfrentan cualquier adversidad en nuestra defensa, sin importar la envergadura del desafío. Son confidentes intuitivos, quienes conocen nuestro sentir incluso antes de que lo expresemos en palabras.

Perfectos en su imperfección, a veces nos resultan incomprensibles en nuestra juventud. Sin embargo, con el paso del tiempo, descubrimos que esas imperfecciones los hacen aún más perfectos, más humanos. Como un antiguo proverbio sugiere, "cuando tú ibas, ya yo venía", revelando que su experiencia previa les otorga una sabiduría que, en nuestra juventud, no siempre alcanzamos a comprender.

Aunque puedan parecer complicados y estrictos en sus enseñanzas, su amor por nosotros es un océano sin límites. El acto de amar, para ellos, es algo más que ofrecer cariño; implica cuidarnos con la devoción con la que se preserva el tesoro más preciado. Así, nos transmiten lecciones de vida, inculcan valores y nos guían con la firmeza de quienes ven más allá del presente. La infancia, con sus días de inocencia y risas, conforma un mundo perfecto y organizado que evoluciona con el tiempo.

Al crecer, nos distanciamos gradualmente de ese niño que correteaba hacia los brazos maternos, del refugio seguro que eran sus abrazos. Curiosamente, en esta evolución, el único que cambió fui yo, mientras que mamá aún anhela esos momentos que ya no son como antes. A pesar de los cambios, en las miradas de ellos descubro mil palabras no dichas, un amor que se adapta a mis transformaciones, persistiendo incólume a pesar de todos mis defectos y errores.

En su infinita paciencia, contemplan el viaje de un hijo que, con el tiempo, hallará su propio rumbo. No obstante, la dualidad de la vida nos confronta con noches que susurran la realidad inevitable de que, un día, tendremos que dejar de verlos, de sentir sus abrazos y admirar sus sonrisas. La idea de esa despedida me envuelve en una melancolía profunda, pero esta conciencia también me impulsa a vivir cada día como si fuera el mejor, a ser consciente de que estoy dispuesto a darlo todo por estas dos joyas, por quienes me brindaron el regalo de la vida.

Aunque la perspectiva de que mis padres no sean eternos me confronta con la crudeza de la realidad, para mí, en mi corazón y pensamientos, ellos siempre serán eternos. En cada recuerdo, en cada latido, en cada rincón de mi existencia, los siento presentes, como los pilares inquebrantables de mi historia. Les deseo, con el anhelo más profundo, una felicidad perpetua y que la salud, ese tesoro invaluable, continúe siendo su fiel compañera en esta travesía llamada vida.

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