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Ahí estaba ella, recostada en la cama con las manos y los pies atados a la misma con cintas rojas que, de ninguna manera la herían, únicamente estaban ajustadas lo suficiente para impedirle moverse, como si ella quisiera hacer tal cosa

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Ahí estaba ella, recostada en la cama con las manos y los pies atados a la misma con cintas rojas que, de ninguna manera la herían, únicamente estaban ajustadas lo suficiente para impedirle moverse, como si ella quisiera hacer tal cosa. Y justo frente a ella, el extraño se paseaba a su lado, verificando que las cintas realmente la sujetasen y le impidiesen cualquier clase de actividad motora. Él sonreía, ya no tenía nada de ropa encima, lo cual dejaba a la vista aquel cuerpo que lograba sacarla completamente de sus cabales. El hombre se detuvo y, acercando su boca peligrosamente al oído de ella, susurró en una voz casi gutural, demandante, pero sobre todo peligrosamente atrayente:

—Confía en mí...

Ese simple gesto bastó para encender las terminaciones nerviosas de la chica y, acompañado del susurro, el extraño complementó la acción dándole un suave beso en el lóbulo de la oreja, lo cual la hizo estremecerse y dejar escapar un jadeo ahogado. Pero eso era algo ya común; la simple proximidad de ese hombre, su mirada... el tacto, la hacían volverse una persona nueva, una chica diferente a la que ella había sido antes de conocerlo.

—Así que te gusta cuando me acerco a ti, ¿eh?

Ella no pudo responder, pues inmediatamente él se colocó suspendido sobre ella, apoyando los brazos en el respaldo de la cama. Su tacto la quemaba; él era fuego puro y ella, una simple llama titilante a merced, esperando que la consumiera por completo. Quería tocarlo, ponerle las manos sobre el pecho o rodearle con los brazos la espalda, el problema principal era que ella no tenía la movilidad para hacerlo. Y como si él pudiera leerle la mente, dejó entrever el amago de una sonrisa en aquella boca de labios carnosos.

Comenzó a repartirle pequeños besos por el rostro sonrojado; primero la frente, luego las mejillas. Incluso parecía que la bestialidad con la que la arrojó a la cama y la sometió para atarla había quedado en el pasado, hasta que él le besó la boca y empezó a mover sus caderas contra las de ella, buscando hacerla sentir la prominente erección que pugnaba por hacer algo más que frotarla. Ella jadeaba, perdida completamente en el frenesí que aquello le provocaba. Le besó el cuello, las clavículas e incluso los hombros desnudos, pero eso no era suficiente, nunca era suficiente para él.

Dejó escapar el aliento contenido contra los pequeños pezones de la chica y, mirándola con una sonrisa juguetona, se metió uno de ellos completamente a la boca, mientras ella arqueaba la espalda y gemía llena de éxtasis al sentir cómo la punta de su lengua le recorría en pequeños círculos la aureola del pezón. Cuando él lo soltó, un pequeño hilo de baba le descendía por la barbilla.

—No creas que me he olvidado de ti —susurró antes de meterse el otro pezón a la boca. Ella peleaba contra las ataduras; necesitaba sentirlo de alguna otra manera, ponerle las manos en el cabello y guiarlo hacia el sexo que pulsaba contra la erección de él. Quería entregarse sin ningún miedo, pero él no tenía la intención de soltarla y, de alguna manera extraña, eso también le estaba gustando. Bajó por su estómago dando lamidas en la extensión sudorosa de piel en la que se había transformado su abdomen. Jugó en su ombligo con la punta de sus dedos, trazando pequeños círculos que la estaban volviendo completamente loca.

NarcisoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora