Carlos Guerrero.

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Era martes 15 de diciembre, hacía frío cuando salí de la consulta del neurólogo. Me  coloqué el sombrero en su sitio mientras caminaba hacia el coche, allí me esperaba Mario, mi chofér. Cuando me subí en la parte trasera me miró casi más preocupado que yo, y se lanzó a preguntar:
-Y bien señor? ¿Qué le han dicho?
-Tengo Párkinson. Ahora date prisa, necesito llegar a casa.
Mire por la ventana mientras sacaba un cigarrillo, no estaba dispuesto a aguantar la mirada triste de mi amigo en aquel momento.
Mi nombre es Carlos Guerrero, tengo 54 años y soy escritor de ficción para adultos, o jóvenes maduros. Mario, mi chofér y ayudante, vive conmigo en la periferia de Galicia desde hace cinco años.
Yo, llevaba sufriendo temblores desde hacía un tiempo y finalmente él me obligó a ir al médico después de que en una ocasión yo no fuese capaz de identificar el olor de la empanada que él preparaba.
Cuando llegamos Mario me abrió la puerta y nada más ponerme de pie me abrazó. Escuché como sollozaba levemente y lo abracé de vuelta, sin ser yo muy partidario del contacto físico.
Aquella noche tuve mucho tiempo para pensar, ya que como hacía semanas no podía dormir. Empecé a darle vueltas a la cabeza mientras observaba mi escritorio, donde descansaba mi pluma bañada en oro. ¿Podría volver a cogerla con normalidad? derramaría el tintero si lo intentaba? ¿Tendría que pasar a escribir con algún frío medio digital? Solo de pensarlo me daban escalofríos.
Pasaron los días y parecía que Mario ya había aceptado el diagnóstico, al igual que mis médicos que me realizaban tediosas pruebas y me recetaban medicamentos sin parar.
Me di cuenta de que el que quedaba por aceptar la situación era yo. Una mañana después de una consulta fui a mi cuarto y me miré durante al menos media hora al espejo. Este era yo, seguía siendo el mismo por fuera, probablemente también por dentro solo que con algunos cables entrecruzados. Nada me iba a robar el éxito que con tanto esfuerzo había ganado escribiendo. Mientras mi imaginación me lo permitiese, iba a seguir publicando superventas. Nada me iba a impedir disfrutar de la empanada gallega, incluso si no podía olerla, mi cerebro iba a poner todo el empeño del mundo en recordar bien su sabor y su olor.
Voy a muchas terapias, casi todas relacionadas con mi movilidad, ya que se que Mario algún día me dejara y tengo que aprender a vivir con las dificultades que mi situación implique.
Ahora yo era uno de los personajes que en tantas ocasiones había descrito en mis libros, una especie de luchador contra lo cotidiano que hace todo lo posible por adaptarse a unas circunstancias que no ha buscado.
Me llevo bastante bien con la levodopa, me ayuda a controlar mis músculos y a poder activarme después de las parálisis espontáneas que surgen cada dos o tres horas en mi cuerpo, y que aprovecho para generar ideas para nuevas historias.
He guardado el menor luto posible, y estoy dispuesto a luchar contra esto hasta el final, porque si una cosa me ha quedado clara estos meses es que se muere con Párkinson , pero no de Párkinson.

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